Marginalia. Novela desconocida - Contracultura - Literatura Marginal.
Colección Marginalia
 

IR SHEL OR
Ir Shel Or (La Ciudad de la Luz)
La Ciudad de la Luz
I. De la Creación

MARIANELLA ALONZO ALVAREZ

CAPÍTULO DOS
Del Equilibrio

PREPARACIÓN DE LOS HOMBRES

Esta mujer que desciende del cielo, no es mujer, es un ángel con aspecto femenino, que sin posar sus plantas en el suelo, se acerca a Malén Lozáh y a Sethis Hávigus y dice estas palabras:

“Habéis sido encomendados a las Jerarquías Celestes y yo, como su heraldo, os participo de vuestra misión: recibiréis la sabiduría necesaria para vivir en la tierra como hombres de carne y de hueso que sois. Pero también deberéis dominar los Grandes Misterios del Universo, como partes del Gran Espíritu que también sois. Vendré a vosotros cada día, a partir de esta hora, y os entregaré las enseñanzas enviadas de arriba. Y hasta el día de vuestra Iniciación, estaré con vosotros en mi forma física para dictar la Ley, que debéis escribir en la piedra y el papiro. En el papiro, para que la recordéis y la observéis en todos sus aspectos. En la piedra, para que quede grabada para las generaciones futuras, porque ella será la base de su evolución. Esta Ley no es una ley que prohíbe, cohíbe o inhibe. Es una ley que guía. Que provee los preceptos para la vida en armonía: con la naturaleza, con los demás seres, con el Cosmos, con Dios.”

Así, día tras día, Malén Lozáh y Sethis Hávigus recibieron al heraldo en su morada terrena. En la primera etapa de su educación, se les transmitió el conocimiento práctico para la vida en el planeta, y poco a poco se les fue adentrando en la sabiduría superior. Tiempo después, ya eran diestros en distintas materias. Desde el sencillo arte de hacer fuego, hasta la maravilla de interpretar las estrellas. La caza y la pesca, la construcción y la agricultura, les permitieron aprovechar el medio ambiente para sobrevivir y edificar estructuras para protegerse de él. Fueron igualmente instruidos en las siete Ciencias: la Gramática, que les enseñó a leer y escribir; la Retórica, que les enseñó a hablar con decoro y belleza; la Filosofía, para discernir lo verdadero de lo falso; la Aritmética, para contar y calcular; la Geometría, para conocer de los límites, las medidas y los pesos en todas las artes humanas; la Astronomía, para conocer el curso de los cuerpos celestes; y la Alquimia, para la transmutación de la materia y el espíritu.

Del mismo modo, fueron entrenados para sentar las bases de las siete Artes que conectan al hombre con Dios: la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la danza, la literatura y el teatro.

Es así como estos hombres divinos, guiados por las Jerarquías Celestes, fijaron los números del tiempo (días, meses y años); le pusieron nombre a las cosas; dibujaron los planos de los templos que serían construidos en el futuro; desarrollaron los alfabetos; escribieron poemas y alabanzas; descifraron los elementos que componen todas las cosas; y escribieron la Ley que les fue dictada desde el cielo para la creación de una sociedad de altísimos ideales, comprendiendo la relación de cada ser con el Todo, con la Causa Primigenia. Nada podía excluirse. Ellos serían las bases y éstas, necesariamente, debían ser sólidas  e inconmovibles.

Tenía que ser así. Así había sido dispuesto por Dios. Porque de la semilla de estos dos hombres surgiría la Humanidad.

LAS SIETE PRUEBAS
(LABERINTO DE LA HAGIA KYRIA O SANTA SEÑORA)

I

Desde lo alto del Monte Kisaku, así llamado por el ángel que vino a guiar a Zaras Keláh en su preparación, la Santa Señora contempla allá abajo a los dos hombres que se afanan en medir un palmo de tierra y discutir sobre cómo debe ser construido el Templo. No les escucha pero sabe lo que dicen. Sus gestos se lo indican. Puede entender, desde allí, que Malén Lozáh es el más calmado de los dos. Suele estar pensativo y hablar en voz más baja. Es el más alto y sin embargo, su estatura no da la impresión de fuerza, sino que inspira respeto. Su piel es blanca, sonrosada; sus brazos largos y fuertes; su cabello casi blanco brilla con el sol de la mañana. Zaras Keláh adivina que trata de hacerle entender algo a Sethis Hávigus, pero éste no hace mucho caso. Más bien, se pasea inquieto de un lado a otro, con movimientos ágiles y un poco bruscos. Es tan hermoso como Malén. Su piel es más obscura, aunque no tanto como la de ella misma. Su cabello es negro (como debían ser sus ojos, pensaba). Su voz era potente porque, a veces, ella alcanzaba a escucharle. Mientras Malén parecía taciturno, Sethis daba la impresión de ser todo lo contrario. Todo en él hablaba de fuerza. Fuerza y movimiento. Por un momento, Zaras sintió un poco de miedo. Si era Sethis el Elegido, ¿le haría daño? Se veía tan rudo en su andar y en su manera de mover los brazos.

– ¿Cómo puedo saber quién será el escogido? –preguntó entonces al ser celeste que le acompañaba en su contemplación.

– No hay manera de saberlo –respondió el ángel con una sonrisa– El que logre superar las siete pruebas será tu esposo. Pero los dos están hechos de la misma materia. Los dos son hijos de Dios y los dos tienen las cualidades para lograrlo. Sólo en el Laberinto se sabrá hacia qué lado se inclina cada uno: hacia el bien o hacia el mal.

– ¿Son peligrosas las pruebas? ¿Corren algún riesgo? ¿Y si ninguno de los dos lo logra? –inquirió Zaras, repentinamente preocupada.

El ángel volvió a sonreír ante la ilimitada curiosidad de su protegida y expresó:

– Dios no pone pruebas que no se puedan superar. El laberinto es un reflejo de lo que ellos mismos son. Cada una de sus siete galerías los enfrentará con una parte de su ser interior, y dependerá de ellos, de cómo asuman la situación, de cómo reaccionen ante lo que vean, sientan o escuchen, salir airosos de las pruebas. No temas por ellos. Están preparados para esto.

 –¿Es mañana el día?

– Sí. Es el día más largo del año. Tendremos luz solar hasta la medianoche.

– Todo es perfecto, ¿no? Nada se rige por el azar.

– El azar no existe, Zaras Keláh. Y ya tú lo has comprendido.

II

A la luz de la fogata, cuyas llamas se elevaban dibujando formas diversas, Malén Lozáh y Sethis Hávigus compartían la que sería su última noche juntos. Al día siguiente, se enfrentarían al Laberinto sin saber qué cosas les aguardaban allí. Estaban nerviosos y a la vez ansiosos. Sentados frente al fuego, uno junto al otro, habían pasado casi toda la noche sin decir palabra.

Tras ellos, en el tabernáculo que les había servido de hogar durante los últimos siete años, quedaban los frutos de su trabajo: apiladas al centro, las Tablas de la Ley, que más que tablas eran lajas, piedras pulidas en las que habían ido grabando, día tras día, los preceptos que regirían a la sociedad naciente; a la izquierda, dibujados sobre largos pliegos de cuero, los planos del Templo Solar que debía ser construido en la Primera Ciudad, de acuerdo con las medidas y características que les habían sido dictadas; más allá, los rollos de papiro regio, en los cuales también la Ley había sido redactada. Otros muchos papiros tenían escritas fórmulas matemáticas, combinaciones químicas, descripciones de plantas y sus atributos medicinales, así como también poemas y alabanzas que a lo largo de sus siete años de preparación, tanto Malén Lozáh como Sethis Hávigus, habían compuesto en momentos de inspiración.

Mucho habían trabajado, pero a partir de ahora, la parte más importante de su misión tendría lugar. Ambos sabían lo que había sido dispuesto. Durante su preparación, habían tenido que escribir también lo que sería después conocido como los “Textos Sagrados de Alejandría”, es decir, la historia desde el comienzo del mundo, y en ella, había sido descrita la misión de los hombres y la de su hermana, Zaras Keláh, a quien aún no conocían.

Sabían que ella aguardaría en el Laberinto; que había sido igualmente instruida en diferentes artes y ciencias, algunas de las cuales no podían ni imaginar. Sabían que uno de ellos estaba destinado a unírsele en las bodas sagradas para engendrar los hijos de la tierra. Pero no sabían cómo y en qué circunstancias el futuro esposo sería elegido.

Muchas veces, durante sus faenas, se acercaban tímidamente a las faldas del Monte Kisaku y contemplaban de lejos la figura pétrea del Laberinto. Éste se alzaba sobre la cima, dibujando su curiosa figura circular y proyectando su sombra, oscura y temible, sobre el resto de la colina. A su alrededor, decenas de árboles altos y de tupido ramaje parecían custodiarlo. Ni Malén Lozáh ni Sethis Hávigus comprendían la natural disposición de los árboles y las rocas, formando un perfecto círculo, difícil de imaginar sin la intervención del hombre. Pero siendo ellos los únicos habitantes de la tierra y no habiendo tenido ninguna participación en tan colosal construcción, no podían más que maravillarse de lo que la sabia Naturaleza podía ejecutar.

Sethis Hávigus removió el fuego y los leños chisporrotearon reflejándose en sus profundos ojos negros. Levantó entonces la vista al cielo y contempló las miles de estrellas que lo coronaban. Suspirando hondamente, preguntó:

– ¿Es que es cierto que venimos de allá?

Malén Lozáh lo miró sin comprender. Tras unos minutos, inquirió:

– ¿Es que lo dudas?

– ¿Cómo puede ser cierto? –replicó Sethis alzando el tono de voz que fue haciéndose más enérgico y a la vez, más angustioso– Yo no tengo memoria de mi hogar. No he visto a mi Padre. Sólo sé de su existencia por mensajeros, heraldos, intermediarios que me transmiten lo que supuestamente Él quiere de mí. ¿Qué clase de Padre es ése? ¿Por qué no se presenta Él mismo ante sus hijos y les conduce por el verdadero camino? ¿A qué venir a una tierra desierta a plantar las bases de una hipotética progenie? ¿Si nuestro origen es divino, a qué las pruebas? ¿Por qué condicionar nuestra existencia? ¿Por qué debemos demostrar lo que somos ante el mismo que nos ha creado y, por tanto, nos conoce? ¿Por qué nos deja libres para escoger si conoce de antemano que nos equivocaremos?

Sethis se había puesto de pie y las últimas frases las había gritado con los puños cerrados alzados sobre su cabeza. Malén Lozáh caminó hasta él y poniéndole las manos sobre los hombros, le habló suavemente, mirándole directamente a los ojos:

– Sé que temes. Sé que sufres por ignorar lo que nos aguarda. Pero no te rebeles contra Él. ¿Es que acaso estos años de enseñanzas no han dejado su huella? ¿Por qué preguntas lo que sabes que no te es dado conocer aún? ¿Por qué reclamas Su presencia cuando sabes que nunca ha estado ausente? Mira lo que hemos hecho: tú y yo hemos descubierto los secretos de la Naturaleza; hemos creado los símbolos con los que generaciones enteras se comunicarán; hemos dibujado mapas celestes sin más artilugio que nuestros propios ojos; hemos diseñado los lineamientos que regirán a todo un mundo; hemos pisado por primera vez la tierra y la hemos hecho fructífera y próspera… ¿Es que crees que todo esto habría sido posible sin Su ayuda? ¿Es que crees que todo esto es obra nuestra?

Sethis, avergonzado, bajó la cabeza, hundiéndola casi en su pecho. Malén Lozáh abrazó a su hermano y siguió hablándole suavemente:

– No desesperes. Lo que tenga que ser, será.

– Es que temo que las cosas no irán bien para mí –confesó Sethis con un hilillo de voz– Anoche, antes de dormir, pedí una señal al cielo de que yo sería el Elegido… y las nubes cubrieron la luna por unos segundos. Esta mañana, cuando fui a pescar… los peces… ¡huyeron!... ¡Huyeron cuando me vieron llegar!...

Inesperadamente, Malén Lozáh soltó una carcajada, dejando atónito al confundido Sethis.

– ¿De qué te ríes? ¡Es en serio! ¡Sus señales fueron funestas! –protestó éste.

Malén exclamó con una sonrisa benévola:

– ¿Señales del cielo? Si quieres una señal de nuestro Padre, no la busques afuera. Búscala dentro de ti. Las señales de Dios son más sutiles que unas nubes ocultando la luna por el soplo del viento o unos peces, siempre saltarines, huyendo de cualquiera que pretenda pescarlos…

– ¿Es que no entiendes, Malén? –repuso Sethis cada vez más angustiado– En lo más profundo de mi corazón, quiero que seas tú el vencido… ¡Yo quiero ser el Elegido! Sé que en tu alma no hay espacio para tal egoísmo. ¿Por qué en la mía sí?

La sonrisa de Malén se borró para dar paso a una expresión de profunda tristeza. Sus ojos claros se clavaron en los de su hermano y expresó seriamente, mientras pasaba las manos por sus brazos:

– ¿Ves mi piel? Es más clara que la tuya, pero viene del mismo sitio. ¿Ves mis ojos? Son más claros que los tuyos, pero vienen del mismo sitio. Tu cuerpo y el mío, aún siendo distintos, son obra del mismo Padre. Tu alma y mi alma, igualmente. ¿Por qué habríamos de ser diferentes? ¿Qué podrías tener tú que no tenga yo? Si bien somos únicos e irrepetibles, como lo será cada uno de nuestros hijos, tenemos el mismo origen y somos hechos de la misma sustancia. Venimos del Padre, pero somos humanos, y como tales, imperfectos. Lo que tengamos que vivir nos moldeará y conducirá por caminos distintos. Pero siempre seguiremos teniendo el nexo que nos une con Él y siempre le perteneceremos. No temas, entonces. Aunque hagamos nuestros pasos en dirección contraria, siempre retornaremos al Padre, porque es de allí de donde venimos.

Malén Lozáh esbozó una triste sonrisa, advirtiendo que su hermano no había comprendido sus palabras.

– Ve a descansar, hermano mío –dijo entonces– Mañana tenemos mucho por hacer.

Sethis Hávigus obedeció y se alejó con aire desolado, moviendo negativamente la cabeza. Malén se quedó junto al fuego y pasaría aún mucho rato antes de irse a dormir, sumido en profundas cavilaciones.

III

– Hoy es el día señalado para vuestra Iniciación –dijo el ser celeste que les aguardaba en el Monte Kisaku, frente al inquietante laberinto–. Existen siete puertas y siete galerías. Las pruebas, aun siendo las mismas, no serán iguales para ambos. Su configuración dependerá de vuestro espíritu. Así, vuestros miedos y peores sentimientos tomarán formas horribles, al igual que de vuestras virtudes emergerán formas amables. Entraréis juntos pero luego seréis separados. Dejad que la sabiduría y la fe os guíen. No temáis de todas formas. Ni vosotros, ni ningún hombre de la tierra podrá estar solo jamás.  Meditad bien cada paso, sin embargo, porque lo que aquí construyáis será el legado de vuestros pueblos. Vuestras acciones marcarán las de vuestros hijos. Id ahora y bendecid con vuestras obras las que mañana habrán de ser las de vuestros descendientes.

Malén Lozáh y Sethis Hávigus, enfundados ambos en sendas túnicas impecablemente blancas, tumbáronse de rodillas frente a la gigantesca mole pétrea y oraron en silencio unos minutos, antes de erguirse frente al ángel custodio. Éste continuó diciendo:

– Como veis, la puerta del Laberinto es angosta. Para atravesarla, ambos debéis replegaros sobre vosotros mismos. Simbólicamente, este repliegue representa la introspección necesaria para conocerse a sí mismo, el viaje al mundo interno. El estrecho pasaje, por el cual debéis arrastraros penosamente, representa así mismo el arduo camino hacia la Iluminación, en el cual el hombre debe doblegarse ante lo desconocido y aquello que lo sobrepasa, aceptando su diminuta estatura frente a la infinitud del Padre del Universo.

Entró Malén el primero, se hincó de rodillas y comenzó a arrastrarse hacia el interior, descendiendo, sintiendo que la abertura de la piedra lejos de ensancharse, parecía encogerse más y más, a medida que avanzaba. Su cuerpo grande y musculoso se movía con extrema dificultad en tan reducido espacio. Se había deslizado sólo unos pocos metros y ya transpiraba copiosamente. Iba casi arrastrando la cara contra el suelo. Sentía que le faltaba el aire.  Si este pasaje era demasiado largo, le iba a costar mucho mantenerse sereno.

Se detuvo un momento para tratar de relajarse. Suspiró y meditó sobre lo que aquella prueba representaba. “Mirar al interior. El viaje interno”, se dijo. Cerró los ojos por unos minutos y al poco, su respiración se normalizó. Los abrió de nuevo y miró hacia delante, hacia el oscuro túnel por el que debía seguir. Como si presintiera que el fin del recorrido estaba cerca, avanzó con decisión. Antes de distinguir la luz, tuvo tiempo de pensar en Sethis Hávigus. “El pobre es más robusto que yo”, pensó. Y al imaginar a su hermano atorado en medio del pasadizo, con medio cuerpo adentro y el otro medio afuera, no pudo evitar soltar una carcajada. Y así, riendo, cayó de golpe frente a la Segunda Puerta.

Al rodar por el piso, tropezó con dos figuras que le aguardaban en esa Primera Cámara.  Eran dos ángeles. Uno de ellos era el mismo que les había recibido en la entrada. Malén se incorporó y miró con curiosidad a su alrededor. La cámara era toda de piedra y la única luz la proporcionaban dos antorchas que portaban los ángeles. El Custodio se acercó sonriente a Malén y expresó entre asombrado y complacido:

– ¡Has entrado riendo a esta cámara! Eso demuestra tu confianza en el Padre. No tuviste miedo de lo que podías encontrar. Y he aquí lo que encontraste: dos ángeles para iluminarte.

Malén no supo responder. ¿Cambiarían de parecer si sabían por qué se estaba riendo? Se dijo que no. Igual, era cierto: no había tenido miedo y su risa había sido la mejor prueba de ello. Aguardó a que le dieran alguna otra instrucción.

– Esta es la segunda de las siete puertas –dijo el segundo ángel– Debes atravesarla. Nosotros te acompañaremos y te daremos luz.

Fue entonces cuando reparó en la inmensa puerta de doble hoja que había al final, semioculta por la oscuridad. Era dos veces más grande que él y sus dos hojas de madera parecían pesar toneladas. En la mitad, a manera de aldaba, dos grandes anillas y tallado en la mitad el símbolo:

Letra hebrea Guimel

– Este símbolo, Guimel, como recordarás –explicó el custodio– expresa la garganta, lo hueco y la envoltura corporal. Su número es el tres. Es, precisamente, lo que te aguarda tras el portal. Simbólicamente, descenderás y te enfrentarás con lo más bajo de tu ser y, si sales airoso, habrás dejado atrás tus deseos corporales y empezarás a elevar tu estatura espiritual. Tendrás tres asideros que deberás encontrar por tu propia mano.

Malén Lozáh asintió y echó a andar decidido hacia la puerta. Al tirar de las anillas, las hojas se abrieron con un chillido, dejando al descubierto un extenso y oscuro corredor. Los dos ángeles siguieron a Malén iluminando el trayecto. Tras un largo recorrido por el tortuoso pasillo, y siempre en descenso, Malén descubrió un abismo insondable.

Sethis

Mientras descendía arrastrándose por la estrecha gruta, no dejaba de pensar en lo que le aguardaba. Sudaba copiosamente y su avance era lento debido a su contextura. Los codos le rozaban con la piedra y ésta había rasgado ya la túnica. Se esforzaba en mantenerse tranquilo, pero la oscuridad, la falta de oxígeno y el terror de quedarse atascado, le tenían casi temblando. Sentía que hacía esfuerzos enormes pero sólo lograba moverse unos milímetros. Realmente, ya le estaba entrando el desespero. Por un momento, pensó encontrarse con los pies de Malén pero, por lo visto, su hermano había pasado con rapidez al otro lado. Se preguntó si no sería “su” pasadizo más intrincado que el de Malén. El ángel había dicho que no sería igual para los dos. Luego, desestimó la idea, pensando: “¡Pero qué tonto soy! ¡Si es la misma entrada!”

Se esforzó por mantener la calma y siguió avanzando lentamente. Cada vez que dirigía la mirada al frente, sólo divisaba una negrura impresionante. ¿Qué podía haber tras este horroroso hueco? Otra vez acudieron a él las “funestas señales” de las que había hablado a su hermano. ¿Y si se quedaba atrapado allí para siempre? Se imaginó a Malén tomando por esposa a su bella hermana y algo se revolvió furiosamente dentro de su pecho. Y como impulsado por un resorte, empezó a moverse más y más rápido, sin importarle los raspones y cortes que se hacía en su brusco maniobrar. Finalmente, descubrió el final del túnel y atropelladamente se lanzó hacia él.

Cayó de bruces en la cámara de piedra y lo primero que vio fue un par de ojos amarillos que brillaban en la oscuridad. Y a continuación, unas fauces enormes que se mostraron en toda su amplitud y en la que pudo ver el brillo de colmillos gigantes.

Lanzó un grito y aterrado se echó hacia atrás. Sólo había una antorcha colgada en uno de los extremos de la cámara. Se puso en pie lentamente y, pálido y tembloroso, con el sudor resbalándole por la espalda, fue deslizándose hacia ella pegado a la pared. No sabía qué clase de bestia se encontraba allí. La luz no era suficiente para iluminar esa parte de la cámara. Sólo veía aquellos intensos ojos amarillos que le seguían desde la oscuridad. Sentía la respiración del animal cada vez más cerca. Sus piernas se paralizaron entonces. Sentía que no podía avanzar más. Creyó desfallecer. Y fue resbalando por la pared hacia el suelo, con un sollozo atrapado en la garganta. Sólo pudo susurrar “¿Por qué, Padre, por qué me haces esto?”. Entonces la bestia pareció enfurecerse y, lanzando un rugido feroz, saltó tan cerca de Sethis que por un momento pareció que lo iba a devorar de una sola vez. Pero se quedó a unos pasos de él, como regodeándose con el pánico de su presa.

Sethis Hávigus cerró los ojos suspirando y se abandonó, pensando que era el fin. Pero, repentinamente, pensó en Malén Lozáh. ¿Qué había pasado con su hermano? ¿Le habría devorado la bestia? ¿Habría logrado escapar? Y sin pensarlo se incorporó y corrió a alcanzar la antorcha mientras llamaba “¡Malén! ¡Malén!”.

Logró hacerse con la tea y la esgrimió cual espada, blandiéndola en todas direcciones. Un sudor frío le corría por la espalda. Buscó una y otra vez, deslizándose con sigilo por la cámara.

Pero allí no había nada. La bestia había desaparecido.

Entonces, desde la otra esquina de la estancia surgió otra luz y el ángel custodio hizo su aparición. Sethis no pudo evitar dejar escapar un suspiro de alivio. Y lo primero que preguntó fue:

– ¿Dónde está mi hermano? ¿Qué ha pasado con él?

El ángel lo contempló largamente. Sethis tuvo conciencia de su deplorable estado, pero no amainó su angustia.

– ¿Dónde está Malén?

Finalmente, el ángel contestó:

– No te preocupes por él. Está cumpliendo con su tarea, como tú la tuya.

– Esa bestia… –exclamó Sethis resoplando– Era horrible… Me saltó encima… ¿Pudo Malén con ella?

– Él no tuvo que enfrentarse a ella.

Sethis Hávigus se quedó estupefacto.

– Ella es producto de tu interior, no el de él.  Él se enfrentará a otras cosas. Tú te enfrentas a lo que tú mismo creas. Esa bestia que casi te engulle es tu propio egoísmo. La creaste a partir de él y pudiste haber perecido en sus fauces… si no hubieras dejado a un lado tu propia seguridad para interesarte por tu hermano.

Atónito, Sethis preguntó:

– ¿Eso fue lo que me salvó?

– Sí. Y por eso estoy yo aquí. Porque una parte de ti se inclinó hacia el bien y puso la balanza en equilibrio.

El ángel dejó que Sethis captara el significado de sus palabras y, tras unos segundos, anunció:

– Esta es la segunda puerta que debes atravesar.

Sethis, aún sin recuperarse, contempló el gigantesco portal de madera, en el cual estaba grabado el símbolo:

Letra hebrea Ayin

– Este símbolo, Ayin, –continuó el ángel– como debes saber, representa el oído y la cavidad torácica. Los ruidos y lo carente de armonía. El vacío y la nada. Lo contrahecho, vil y ruin. 

Sethis sintió que era una segunda reprimenda. Pero el ángel prosiguió:

– Su número es el setenta. Cuando traspases esta puerta y te enfrentes a tu segunda prueba, deberás descender hasta lo más ruin de tu ser y desprenderte de ese pesado fardo para que tu ascensión sea más ligera y logres llegar a tu verdadera estatura espiritual. Setenta escalones te conducirán a la salida.

Sethis se quedó aguardando por si había más explicaciones. Como no las hubo, abrió la puerta de par en par y la oscuridad terrible le paralizó.

– Adelante –animó el ángel– pero Sethis no se movió.

– Yo te seguiré con la tea –aseguró el ángel– y entonces, Sethis empezó a caminar muy despacio, como si temiera que otra bestia le saltara de algún rincón.

Las Siete Pruebas (cont.)

 
     
 
Marginalia
 
 

©Todos los derechos reservados
Marianella Alonzo Álvarez
Caracas-2006

web stats

© Marginalia 2010-2014