Marginalia. Novela desconocida - Contracultura - Literatura Marginal.
Colección Marginalia
 

IR SHEL OR

La Ciudad de la Luz
I. De la Creación

MARIANELLA ALONZO ALVAREZ

CAPÍTULO CUATRO
Del Rapto de la Sacerdotisa

EL RENEGADO ES HIJO DE DIOS

I

AÑO 285

Malén Lozáh llevaba treinta y cinco años ausente. Zaras Keláh llevaba muy bien la cuenta. En esos años, Alejandría había seguido creciendo y sus límites se habían expandido. Las numerosas familias que conformaban la Sociedad Solar habían construido poblados y aldeas alrededor del centro de la ciudad y aún un poco más allá, hacia la costa y ganándole terreno al Gran Desierto. Sin embargo, no era suficiente. La población había aumentado considerablemente y, además de viviendas, había sido necesario construir nuevas escuelas y universidades, nuevos almacenes públicos para los poblados más alejados y una serie de edificios y servicios necesarios para el quehacer cotidiano de sus habitantes.

La ausencia del Patriarca no era entendida por todos. Aun cuando los sabios se esmeraban en explicar una y otra vez las razones de su partida, había quienes empezaban a dudar, dado lo prolongado de su viaje. Zaras Keláh notaba con preocupación que muchos jóvenes, nacidos mucho después de la partida de Malén Lozáh y que, por tanto, no le habían conocido, se sentían incómodos ante la decisión de esperar su regreso para emprender la fundación de las nuevas ciudades. Ellos, jóvenes al fin, querían salir a descubrir la tierra, estaban sedientos de asumir responsabilidades tan trascendentales como establecer una ciudad. Querían ser personajes dentro de la historia y no tan sólo los que llegaron después, cuando todo estaba hecho.

Zaras les hablaba y, aunque entendía sus razones, trataba de hacerles ver la importancia de ceñirse a lo estipulado por Malén Lozáh. No era sólo la palabra del Patriarca. Era la palabra de Dios. Pero ellos, impetuosos y deseosos de poner en práctica sus propias ideas, desoían sus llamados y Zaras apreciaba alarmada que para los jóvenes la fe no era un valor tan arraigado como se suponía que debía ser.

A pesar de la educación que habían recibido y de los principios que eran los pilares de Alejandría, estas nuevas generaciones no se sentían ligadas a un Patriarca venido del cielo y al que nunca habían visto; dudaban del origen divino de los fundadores porque todos los que conocían habían nacido de hombre y mujer, sin ningún aspaviento; sólo a Zaras Keláh reconocían como la Santa Señora, más por su sabiduría y nobleza que por ser la supuesta Hija de Dios.

No era fácil lidiar con ellos. Zaras apelaba a toda esa sabiduría y a su natural don maternal para apaciguar los ánimos encendidos de aquella juventud alejandrina que ya no se conformaba con ser la continuación de una historia, sino que se le hacía urgente escribir la propia. Era natural y Zaras lo sabía. Ellos querían ser los protagonistas y ser reconocidos por sus propios nombres y no como los descendientes de Malén Lozáh y Zaras Keláh.

La Señora adivinaba que estos jóvenes contagiarían a los que venían detrás de ellos y que si Malén Lozáh no volvía pronto, nada podría detener un gran éxodo en el futuro cercano.

II

Alejandro, Eder Eguzki, el Patriarca en ausencia de Malén Lozáh, presidía el Consejo de los Sabios, quienes se reunían todas las semanas con el Consejo de los Doctos para tratar los asuntos de la comunidad. El edificio que había sido construido para tal fin, se ubicaba en una colina cercana al Templo de Duhbe y constaba de un anfiteatro en que se sesionaba en presencia de todos los ciudadanos, que exponían sus ideas y eran discutidas entre todos los presentes. También había un recinto cerrado en el cual los sabios y doctos se retiraban a deliberar y considerar las peticiones, para luego volver al atrio público y darlas a conocer y escuchar las objeciones, si las hubiere.

El Consejo de los Sabios estaba conformado por los hijos mayores de Malén Lozáh y Zaras Keláh: Zaguev Mováz, Nastiawa Zovomóz, Eder Eguzki, Rah-Rah, Teviz, Sarizán Zyruu, Zozím Lem y Zoyíz Sezane (a excepción de Nastiawa y Zaguev, todos formaban parte, además, del Consejo Religioso). El Consejo de los Doctos, a su vez, estaba formado por miembros de la tercera generación, según las áreas en las cuales se habían destacado: Donkor (hijo de Sarizán Zyruu) era el representante para la Arquitectura e Ingeniería; Asim (hijo de Zozím Lem) para la Educación y las Ciencias; Zoé (hija de Zoyíz Sezane) para el Comercio y las Industrias; Danya (hija de Eder Eguzki) para lo relacionado a la Salud Pública; Minkah (hija de Zaguev Mováz) para Asuntos Culturales, Deportivos y Artísticos; y Berit (hijo de Teviz) para el Trabajo y Asuntos Sociales. Todos habían sido elegidos por los miembros de sus diferentes gremios para ser representados en el Consejo. Por supuesto, pesaba el hecho de que fueran parte de los fundadores de la ciudad. Su antigüedad les colocaba en posición ventajosa, además de sus conocimientos probados en las respectivas materias. Habían construido la ciudad con sus propias manos y contribuido con su desarrollo de manera directa.

En esta ocasión, la sesión discurría normalmente. Algunos ciudadanos habían expuesto su intención de fundar nuevos asentamientos en las adyacencias de la ciudad, que ya no se daba abasto para la población. Su propuesta había sido aceptada y se discutían las normas que debían seguir para la construcción de las viviendas y la ampliación del acueducto y otros servicios necesarios para que pudieran establecerse las familias. Los escribas tomaban notas de las disposiciones.

Al lado de Alejandro, se sentaba Zaras Keláh, presidiendo también el Consejo. Escuchaba con atención cada una de las intervenciones y hacía acotaciones a los doctos. Su mirada se paseaba por el atrio, contemplando con aprobación la gran cantidad de ciudadanos allí reunidos, haciendo uso del derecho a exponer sus ideas y recibiendo las justas recomendaciones de los más sabios.

Cuando terminó la sesión, la mayoría se dispersó. Sin embargo, se formaron algunos grupos, entre los cuales estaban los que comentaban las decisiones, los encargados de llevar a cabo las disposiciones y otros que se habían quedado rezagados, como si quisieran plantear otros asuntos más en privado. Entre este grupo se encontraban algunos jóvenes estudiantes de los últimos años de la Escuela de Artes, Ciencias y Oficios. Zaras reparó en este grupo y le hizo señas a Alejandro para que se le acercara. Éste así lo hizo.  Los jóvenes hicieron corro y Alejandro se situó en el medio para escuchar sus planteamientos.

Kosey, descendiente de la casta de Zozím Lem y Teviz, habló el primero. Era un joven negro de cabello ensortijado, muy alto y corpulento para sus diecisiete años. Además, era enérgico y decidido. Con el tiempo, se convertiría en el líder de su grupo.

– Queremos saber si hay noticias del Gran Señor. Han pasado tantos años desde que partió y no sabemos nada todavía.

Leuco, descendiente de Zoyíz Sezane y Zaguev Mováz, de piel amarilla y ojos rasgados como sus padres, intervino:

– La ciudad está creciendo a paso rápido y se hacen necesarios los asentamientos. Malén Lozáh tendría que haber regresado ya con las directrices para la fundación de las nuevas ciudades.

Una joven, también descendiente de la rama de Zaguev y Zoyíz, llamada Ixchel explicó:

– Queremos ir por nuestra cuenta a buscar los sitios idóneos. No podemos seguir esperando. Desde aquí podemos ver que existen tierras fértiles y lugares en los cuales es posible asentarnos. Queremos formar diversos grupos y partir. Hemos estado trabajando en ello.

Eder Eguzki preguntó sorprendido:

– ¿Cuántos hay en su grupo?

– Más de cincuenta –respondió Kosey.

– ¿Desde cuándo “trabajan en ello”?

Los jóvenes parecieron incómodos. Entonces Nayi, un muchacho alto y delgado, de tez blanca, descendiente del propio Eder Eguzki, expresó cauteloso:

– Tenemos tiempo reuniéndonos. Hemos visto que la ciudad se está haciendo pequeña para la población y nos preocupamos por ello. No queremos ir en contra de nuestros principios y enseñanzas. Sólo queremos proseguirlas en otro lugar. La Tierra es grande, presumimos que sobran sitios en los cuales poder fundar las ciudades. Además, es un mandato de la Ley.

– También es un mandato de la Ley esperar por el Patriarca –replicó Alejandro– Él es quien traerá consigo las disposiciones que Dios le haya dado para la fundación de las ciudades. Debemos aguardar. Mi padre prometió regresar y lo hará. La Tierra es grande, como has dicho, y él está solo. Debemos tener paciencia.

El grupo no pareció satisfecho. Kosey preguntó:

– Pero ¿hay alguna señal de que esté próximo a llegar? Han transcurrido más de treinta años. ¿Cómo saber que no pasarán otros treinta más?

– Falta poco –dijo Eder– Su retorno será pronto. No desesperen.

El grupo se disgregó, pero Eder sabía que seguirían con sus ideas y, tal vez, decidieran partir realmente. En ese caso, ni Eder ni ninguno de los patriarcas tendría derecho a detenerlos.

Zaras, que se había acercado y escuchado las palabras de su hijo a los jóvenes, aprobó con un gesto. Luego, tomándolo del brazo, le dijo:

– Es cierto. Tu padre volverá pronto. No te preocupes.

Alejandro miró largamente a Zaras y expuso lentamente, como sopesando las palabras:

– Tengo miedo de lo que pueda pasar. He tenido unas visiones muy extrañas. Siento que se acercan malos tiempos.

La mirada de Zaras Keláh se oscureció, pero no dijo nada. Alejandro comprendió que ella sabía muy bien a qué se refería.

III

Quefí Zem era un hombre alto y delgado, de cabello rubio y lacio recogido en una cola de caballo, con ojos límpidamente azules y de pestañas largas. Su piel había sido blanca, pero había pasado tanto tiempo en la costa, dedicado a la pesca, que ya era de un color tostado. Había construido un cobertizo cercano al embarcadero y allí residía solo, sin más compañía que las copias de los libros sagrados que había tenido a bien hacer durante sus estudios. Se había preparado para ser sacerdote, pero aun habiendo terminado su instrucción, prefirió dedicarse a la pesca porque pensaba que el hombre se fortalecía en el trabajo. Era, por tanto, un pescador humilde pero educado y conocedor de las siete ciencias y las siete artes. Había construido él mismo su propia barca, con la que se hacía a la mar cada día junto a otros ocho hombres y sus redes y atarrayas.  De regreso, colocaban el producto de su faena en los almacenes públicos para la venta y se dedicaban a preparar los aperos y el bote para la próxima jornada.

En eso estaba Quefí Zem cuando divisó la figura avanzar por la playa. Sonrió y, tras lavarse las manos en el mar, se acercó a ella con los brazos abiertos.

Zaras Keláh le devolvió la sonrisa y recibió el fuerte abrazo, sumisa. Quefí Zem le hizo una seña y ambos se sentaron en la arena. Zaras le tomó de la mano y exclamó suspirando hondamente:

– Ah, el mar siempre me relaja.

– Sí, a mí también –convino Quefí Zem y a continuación preguntó, mirando fijamente a la mujer:

– ¿Está todo bien?

– Sí… hasta ahora.

Él la miró interrogante.

– Cuando todo parezca oscurecerse, no dudes de Dios –dijo ella– Todo tiene una razón, aunque no acertemos a comprenderla. Nunca pongas en duda las enseñanzas que ha dejado nuestro Gran Señor. Él volverá y, aunque muchos no entenderán, él estará cumpliendo la voluntad de Dios. Y así haré yo también. Cumpliré Su palabra, como está escrito que suceda. Trata de comprender el curso de las cosas sin juzgar. Lo que pase será necesario.

Quefí Zem miró a su madre sin comprender. Zaras le acarició la mejilla y sonrió tristemente. Luego expresó:

– Ojalá Dios me permita verte junto a tu padre. Sé que le conocerás, pero ojalá yo pueda verlos juntos.

Y Quefí Zem, último hijo de Malén Lozáh, abrazó a su madre, aún sin saber el significado de sus palabras.

IV

El día había despertado claro, pero a media mañana se desató una inoportuna lluvia que anegó las calles de Alejandría, a pesar de los canales de desagüe construidos de lado y lado. Nubes negras cubrían el cielo y parecían un mal augurio.

Sarizán Zyruu y Teviz se hallaban sentados a las puertas del Templo discutiendo asuntos del Consejo Religioso, cuando divisaron a un grupo de personas que corría hacia ellos. Sobresaltados, salieron a su encuentro.

Uriel, la menor de las hijas de Teviz, se le acercó y visiblemente conmocionada expresó: 

– ¡Le he visto! ¡Está aquí!

Teviz experimentó una súbita alegría y preguntó:

– ¿Mi padre? ¿Ha vuelto?

Pero la mujer negó con la cabeza. Entonces, intervino Motka, hijo de Zoyíz Sezane, que también venía en el grupo:

– No, no es Malén Lozáh. Es otro.

– ¿Otro? –inquirió Sarizán Zyruu– ¿Qué otro puede ser?

Se hizo un denso silencio. Teviz y Sarizán empezaron a comprender. No podía ser nadie más.

– ¿Sethis Hávigus está en Alejandría? –preguntó Teviz.

– Avísenle a Alejandro. Pronto. Y a la Señora –ordenó Sarizán a algunos de los jóvenes que formaban el grupo, los cuales se alejaron a toda prisa.

– Es increíble –dijo después– ¿Dónde está?

– Anda caminando por la ciudad –contó Uriel– Viéndolo todo, como asombrado.

Teviz sonrió y propuso:

– Bien, vayamos a su encuentro. Sethis Hávigus es nuestro tío. Ojalá venga a quedarse y nos ayude a seguir construyendo nuestra sociedad.

Sarizán Zyruu se contagió del entusiasmo de Teviz y ambos, seguidos por el grupo, emprendieron camino hacia el centro de la ciudad.

Al llegar a la Plaza Central, le vieron. Un hombre alto y fornido, de piel oscura. Llevaba una túnica blanca empapada por la lluvia, que ya había amainado. Sethis se había despojado de su vestimenta habitual porque sabía que no causaría un buen efecto entre estas gentes que desconocían las armas y eran tan pacíficas. Había bajado de las montañas y entrado a la ciudad por la puerta oriental, maravillándose de los progresos que había logrado Malén Lozáh en su sociedad. Por donde pasaba le miraban con curiosidad. Nadie le conocía pero sabían que no podía ser otro que el hermano renegado.

Sethis vio al grupo de gente acercarse y sonrió. Cuando todos estuvieron cerca les dijo:

– La paz sea con ustedes. Yo soy Sethis Hávigus. Hermano de su Patriarca y de su Señora, por lo tanto, Hijo de Dios.

V

Alejandro ascendía con paso rápido el Monte Kisaku, donde sabía que se hallaba su madre. Tras él, venía el grupo que le había dado la noticia. Al llegar a la cima, divisó a Zaras Keláh de rodillas, en actitud de profunda oración. Hizo un gesto a los demás para que aguardaran y se adelantó.

Ella estaba de espaldas a él. Alejandro vio sus hombros sacudirse y comprendió que lloraba. Suspiró hondamente y se acercó con lentitud hasta estar a un paso de ella.

– Está aquí –dijo sucintamente. Ella levantó la cabeza y expresó aún sin mirarlo

– Lo sé.

– ¿Qué debemos hacer?

Zaras se puso en pie y enjugó sus lágrimas antes de volverse. Finalmente, miró a su hijo directamente a los ojos y expresó con firmeza:

– Nada. Démosle la bienvenida.

Alejandro retrocedió, desconcertado.

– Pero… madre… –exclamó, pero Zaras había echado a andar rumbo a la ciudad. Contrariado, la siguió.

Mientras descendían, Alejandro fustigaba a su madre:

– ¿Darle la bienvenida?...Madre, por favor… Si él traicionó los principios de Dios… Traicionó también a mi padre… Fue él quien rehusó unirse a nosotros… ¿A qué viene ahora?... Sabes que no será nada bueno… ¿Por qué abrirle los brazos?... Seguramente, nos va a apuñalar por la espalda… Él no es digno de esta tierra…

Zaras se detuvo en seco y miró a su hijo de hito en hito.

– ¿Quién eres tú para juzgar? –preguntó desafiante– ¿Quién te dijo que puedes decidir quién es digno o no?

Alejandro estalló, rojo de ira:

– ¡Pero si él no es de fiar! Ya nos traicionó una vez. ¿Cómo saber que no…?

Zaras le interrumpió:

– ¿Dios te pidió que tomaras venganza? ¿Te ha dicho que tomes la justicia por tu mano? ¿Te ha dicho que le niegues albergue a tu propia familia?

Alejandro, sumamente irritado, concedió a media voz:

– No.

– Entonces, no lo hagas –concluyó Zaras y apresuró el paso, dejando a su hijo confuso e iracundo.

VI

Cuando Zaras y Alejandro, seguidos por un nutrido grupo de pobladores, llegaron a la Plaza Central, ésta se hallaba abarrotada. Numerosas personas se habían aglomerado alrededor de Sethis y le escuchaban absortas. Parecían  fascinadas con sus palabras.

Zaras se adelantó y la multitud le abrió paso para que llegara al centro de la Plaza, donde Sethis estaba de pie contando una historia.

– Así es, pues, cómo su Señor y yo, juntos, dibujamos los planos del Templo Solar, que hoy es orgullo de Alejandría, y comenzamos la historia de su patria –decía Sethis.

Al verla, calló y la contempló con mirada escrutadora. Algo en su interior se agitó cuando la tuvo tan cerca. Poco había cambiado en tantos años. Seguía siendo hermosa y con un aire de majestad que Sethis sabía que él nunca había tenido. Miró sus ojos verdes y dorados y sintió un leve temblor en su cuerpo. Para él nada había cambiado. Era ésa la mujer que él amaba.

Zaras Keláh, por su parte, sintió un escalofrío al verlo. Sobre todo, cuando se topó con esos ojos negros inescrutables. Sethis, para ella, sí había cambiado. Y mucho. Su rostro moreno, aun con la sonrisa pretendidamente afable, mostraba las huellas de la amargura y el rencor. Zaras sabía hurgar en el alma de las personas y lo que había hallado en la de su hermano, no le confortó en absoluto.

– Hermano –dijo sin embargo y se adelantó hasta él. Sethis hizo lo propio y exclamó, antes que ella preguntara:

– Hermana, vengo en son de paz.

– Entonces, eres bienvenido –replicó ella– Alejandría es tu casa y todos aquí –hizo un gesto abarcando a la multitud– somos tu familia.

Sethis Hávigus se puso de rodillas frente a Zaras y tomándole de la mano expresó:

– Gracias, Santa Señora. He venido a unirme a ustedes porque he comprendido mi error. Estoy cansado de estar solo y sé que soy uno de los suyos. Gracias por aceptarme.

Besó su mano y se quedó allí cabizbajo, hasta que Zaras le animó a levantarse. Luego, ambos se fundieron en un abrazo fraternal y la multitud estalló en vítores y aplausos.

Alejandro, que contemplaba la escena con desconfianza, se apartó violentamente y se marchó, visiblemente molesto por lo acontecido. Algunos lo miraron con curiosidad, sin comprender su actitud.

VII

Rah-Rah, la esposa de Alejandro, había sido testigo de lo ocurrido y al ver a su esposo marcharse colérico, le siguió hasta la casa donde vivían. Allí le encontró sentado frente a su mesa de trabajo, meditabundo y malhumorado. Al verla, sólo atinó a repetir:

– Esto no está bien, esto no está bien…

Rah-Rah se sentó junto a él y le tomó de las manos.

– ¿Qué ocurre, Eder? Nunca te había visto así.

– Él no debe estar aquí –exclamó Alejandro atropelladamente– No es bueno. Esto traerá desgracias. No puede ser que mi madre lo permita. Debemos echarlo de Alejandría. Esta tierra fue fundada por mi padre. No podemos permitir que él la destruya.

– Alejandro… –dijo Rah-Rah con voz calma– Él ha venido en son de paz. Así lo hizo saber. ¿Por qué piensas que viene a hacer daño?

– Yo sé que viene a hacer daño. Y mi madre lo sabe también. No entiendo porqué lo permite. No podemos tenerlo aquí. Sería como dormir con un escorpión bajo las mantas.

– Si nuestra madre lo ha aceptado, así debe ser, Alejandro. Ella sabe más que nosotros. Siempre toma la decisión correcta.

– Esta vez no, Rah-Rah. ¡Esta vez no!

VIII

Zozím Lem, Teviz, Sarizán Zyruu y Zoyíz Sezane aguardaban al resto de los sacerdotes para comenzar la sesión del Consejo Religioso. Los cuatro hermanos conversaban, inevitablemente, sobre la llegada de Sethis a Alejandría.

Teviz se mostraba entusiasta y feliz por la reconciliación entre su madre y Sethis. A ella se le antojaba un buen presagio. De igual opinión eran Zoyíz Sezane y Sarizán Zyruu. El único que no parecía compartir su alegría era Zozím Lem, lo cual, no dejaron de notar sus hermanos.

– ¿Qué te preocupa? –preguntó Teviz, quien, además, era su esposa.

– No lo sé –respondió él– No estoy seguro, pero no creo que su regreso sea bueno.

– ¿Has visto algo? –preguntó de nuevo Teviz, sabiendo que su esposo, como su madre y Alejandro, tenían el don de “ver más allá”.

– Sabes que no son imágenes claras. Pero lo que he visto no parece nada bueno. Creo que Alejandro también lo siente así.

– ¡Por favor! –exclamó Sarizán– El hecho de que haya regresado y reconocido su error es maravilloso. No ha debido ser fácil estar tanto tiempo solo. Él ha recorrido Alejandría y se ha maravillado de lo que hemos logrado. Yo vi su rostro conmovido. No creo que esté fingiendo.

– Además –intervino Zoyíz Sezane– ¿Qué daño nos puede hacer? Él solo contra todos nosotros. Creo que su arrepentimiento es sincero y que debemos darle la oportunidad de que se integre a nuestra sociedad. De alguna forma, él contribuyó a que seamos lo que somos hoy.

Zirne Zaguváz, Wizel Rewí, Itzel, Baziz Xelay, Rehíz Zoxi y Cassiel se unieron al grupo. Sólo faltaban Alejandro y Rah-Rah para dar comienzo a la sesión.

– Alejandro estaba muy alterado y Rah-Rah fue a calmarlo –expuso Cassiel– No sé si vendrán. Por cierto, padre –dijo dirigiéndose a Zoyíz Sezane– Rehíz y yo decidimos albergar a Sethis en nuestra casa. Tenemos suficiente espacio.

Zoyíz sonrió complacido y Zozím Lem hizo un gesto de desagrado.

– Bien, debemos empezar –dijo Sarizán Zyruu– Si Rah-Rah logra calmar a Alejandro, de seguro aparecerán más tarde.

Y se dio comienzo a la sesión para decidir quiénes serían los sacerdotes que se mudarían a los nuevos asentamientos.

IX

Esa noche, se decidió hacer una cena especial para festejar el regreso de Sethis Hávigus. Se preparó un gran mesón en forma de “U” en el salón principal del Centro Comunitario, que era el edificio donde funcionaban las oficinas que se encargaban de todos los asuntos relacionados con la comunidad (Educación y Ciencias, Salud Pública, Comercio e Industrias, Asuntos Artísticos, Deportivos y Culturales, y Trabajo y Asuntos Sociales). Se prepararon variados y deliciosos platos y postres; se trajo todo el vino que cabía en los almacenes; se decoró el salón con flores y guirnaldas y se invitó a toda la ciudadanía para una fiesta descomunal.

Pero no todo fue alegría. Al llegar Zaras, poco tiempo después de haber comenzado la fiesta, notó la ausencia de Alejandro. Le correspondía sentarse junto a ella para presidir la mesa y el hecho de que no estuviera, ya representaba una nota discordante. Mientras caminaba entre la gente, saludaba y conversaba, supo que otros de sus hijos tampoco estarían presentes: Zozím Lem, Nastiawa Zovomóz y Zaguev Mováz. Y no sólo ellos, sino también algunos de sus nietos y otros descendientes. Había un grupo grande de alejandrinos que no estaba de acuerdo con esta celebración. Zaras tuvo que hacer uso de toda su habilidad para disimular su preocupación.

Llegada la hora de la cena, todos tomaron sus puestos y las numerosas sillas vacías eran una clara señal del descontento y una muda protesta que Zaras asumió personalmente: la crítica no era por la llegada de Sethis Hávigus, sino por la actitud de la Señora ante ese hecho.

La velada, sin embargo, transcurrió sin percances. Una buena parte de los alejandrinos sí estaba contenta y lo demostraba cantando, bailando y rodeando a Sethis para escuchar sus historias. Era curioso, pero entre este grupo estaban no sólo los alejandrinos que se sentían fascinados ante la presencia de otro Hijo de Dios, sino también muchos de los jóvenes que eran reacios a creer en el origen divino de los patriarcas.

El Renegado es Hijo de Dios (Cont.)

 
     
 
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Caracas-2006

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