IR SHEL OR CAPÍTULO CUATRO EL RENEGADO ES HIJO DE DIOS (cont.) IX Esa noche, se decidió hacer una cena especial para festejar el regreso de Sethis Hávigus. Se preparó un gran mesón en forma de “U” en el salón principal del Centro Comunitario, que era el edificio donde funcionaban las oficinas que se encargaban de todos los asuntos relacionados con la comunidad (Educación y Ciencias, Salud Pública, Comercio e Industrias, Asuntos Artísticos, Deportivos y Culturales, y Trabajo y Asuntos Sociales). Se prepararon variados y deliciosos platos y postres; se trajo todo el vino que cabía en los almacenes; se decoró el salón con flores y guirnaldas y se invitó a toda la ciudadanía para una fiesta descomunal. Pero no todo fue alegría. Al llegar Zaras, poco tiempo después de haber comenzado la fiesta, notó la ausencia de Alejandro. Le correspondía sentarse junto a ella para presidir la mesa y el hecho de que no estuviera, ya representaba una nota discordante. Mientras caminaba entre la gente, saludaba y conversaba, supo que otros de sus hijos tampoco estarían presentes: Zozím Lem, Nastiawa Zovomóz y Zaguev Mováz. Y no sólo ellos, sino también algunos de sus nietos y otros descendientes. Había un grupo grande de alejandrinos que no estaba de acuerdo con esta celebración. Zaras tuvo que hacer uso de toda su habilidad para disimular su preocupación. Llegada la hora de la cena, todos tomaron sus puestos y las numerosas sillas vacías eran una clara señal del descontento y una muda protesta que Zaras asumió personalmente: la crítica no era por la llegada de Sethis Hávigus, sino por la actitud de la Señora ante ese hecho. La velada, sin embargo, transcurrió sin percances. Una buena parte de los alejandrinos sí estaba contenta y lo demostraba cantando, bailando y rodeando a Sethis para escuchar sus historias. Era curioso, pero entre este grupo estaban no sólo los alejandrinos que se sentían fascinados ante la presencia de otro Hijo de Dios, sino también muchos de los jóvenes que eran reacios a creer en el origen divino de los patriarcas. X Sethis Hávigus, al contrario de lo que muchos creían, se hizo parte de Alejandría. Cada día, acudía a trabajar en alguna actividad diferente. Estuvo en las minas, en los campos, en los aserraderos; ayudó en la construcción de los nuevos asentamientos; visitó las escuelas y universidades; asistió a los oficios en el Templo; y fue partícipe de todas y cada una de las actividades que se llevaban a cabo en la ciudad. Todo lo hacía con gran entusiasmo y constantemente hacía preguntas sobre el funcionamiento de la sociedad. Su curiosidad era insaciable. Los alejandrinos le habían abierto las puertas y él correspondía comportándose como uno más de la ciudad. Sin embargo, Alejandro, en su desconfianza, le evitaba en lo posible y esta actitud era extensiva hacia su madre, a quien no había hablado desde la llegada de Sethis. Cuando se cruzaban en los Consejos, Alejandro la evadía y no preguntaba su opinión. Simplemente, esperaba a que ella hablase y no se molestaba en negar o afirmar lo expresado por Zaras. Zozím Lem, por su parte, se mostraba hosco cuando Sethis estaba presente y le molestaba que asistiera a los oficios. Pero, reservado como era, se abstenía de opinar. Zaguev Mováz, por otro lado, asesora de los asuntos culturales y artísticos, había negado una solicitud de algunos jóvenes para hacer un concierto en honor a Sethis. Había argumentado que él era uno más de la población y no había que rendirle homenaje alguno. Nastiawa Zovomóz, por lo general encerrada en su laboratorio de alquimia, poco participaba de las actividades sociales, pero también se negó a recibirlo cuando Sethis quiso visitarla en su recinto. Muchos otros alejandrinos se sentían incómodos con la presencia del hermano renegado. Pero su actitud era menos ostensible que la de los patriarcas. Tal vez se debía a que su influencia era menor. Zaras Keláh, ante esta situación, decidió llamar a sus hijos y conversar acerca de ello. Todos asistieron, algunos con menos ganas que otros, pero la palabra de la Santa Señora todavía era una palabra sagrada y, por tanto, obedecida, así fuera a disgusto. Los nueve hijos se hallaban sentados a la mesa en la casa de la Señora. Ésta la presidía, como era costumbre. Todos aguardaban en silencio, esperando que ella tomara la palabra. Zaras los miró detenidamente uno a uno, hasta el punto de hacerlos sentir incómodos. Finalmente, empezó a hablar muy despacio. – Malén Lozáh y yo los trajimos al mundo por mandato de Dios. Comenzamos a construir nuestra sociedad por mandato de Dios. Les enseñamos la Ley que nos fue dictada por Él a través de las Jerarquías Celestes. Esa Ley habla de la convivencia, la tolerancia, el amor y la paz. Esos son los principios que les hemos transmitido. Les hemos cedido nuestras enseñanzas y nuestra sabiduría y les dimos las herramientas para que pensaran por sí mismos, siempre basados en esos principios. Por lo visto, era un sermón que ya habían oído muchas veces porque todos miraban al techo. Pero lo que vino después no se lo esperaban porque todos, igualmente, brincaron en sus sillas. – ¿A dónde se ha ido todo eso? –preguntó Zaras con un tono enérgico que raras veces usaba– ¿A dónde fue a parar? ¿Cómo es posible que ante una situación inesperada, se hayan olvidado de todo? Es muy fácil ser bueno, cuando todos son buenos en respuesta. Es muy fácil ser amable, cuando todos lo son. Es muy fácil brillar a pleno día, cuando el sol es el que brilla y no las personas. ¿Qué mérito tiene dar lo que nos sobra? ¿Qué mérito tiene sonreír a quien te devuelve la sonrisa siempre? El mundo tiene dos polos y, hasta ahora, ustedes han visto uno solo. Alejandría es una sociedad ejemplar porque no ha existido aún algo a lo qué oponerse. Hasta ahora, todos habíamos estado de acuerdo. Los hijos, los patriarcas, los grandes hombres y mujeres respetados por toda la sociedad, los grandes sabios, se movían inquietos en sus asientos y evitaban mirarse unos a otros, siendo reprendidos por su madre, ante quien toda su majestad y sabiduría se desplomaban. Zaras continuó implacable: – La llegada de Sethis les ha descompuesto. Unos se fascinan con sus historias como niños pequeños ante cuentos fantásticos. Otros, se dejan llevar por los celos y la rabia, e incluso el temor, como si no se les hubiera estado preparando para esto. ¿Es que aún no saben que la historia ya está escrita? ¿Es que no entienden que es así como debe ser? ¿Dónde está toda su sabiduría? Tanto el que se deja fascinar por la charlatanería, como el que se deja llevar por la pasión y no razona, está equivocado. Ninguno está actuando de acuerdo con sus principios. A estas alturas, todos miraban al piso. – Quienes no entendieron mi actitud, pudieron haberme preguntado. Alejandro enrojeció, ocultando aún más el rostro. Zozím Lem se atragantó. Nastiawa no podía bajar más la cabeza y Zaguev Mováz parecía una naranja, por el contraste entre el sonrojo y su piel amarilla. – Quienes se dejaron atrapar por las palabras de Sethis, no han estado claros nunca en lo que Malén Lozáh enseñó. Algo muy interesante parecía haber debajo de la mesa porque Sarizán Zyruu, Teviz, Zoyíz Sezane y Rah-Rah no apartaban la mirada de allí. El único que parecía no sentirse tan incómodo era Quefí Zem, pero obedecía a que él no había tenido oportunidad de conocer a Sethis y, por lo tanto, no había tomado ni una actitud ni la otra. Sin embargo, el tono de su madre le tenía sobrecogido. Zaras guardó silencio. Un silencio que incomodó más a sus hijos. Sabían que ahora les tocaba hablar a ellos, pero ninguno quería ser el primero. Zaras, entonces, miró fijamente a Alejandro y éste no tuvo más remedio que empezar. – Lamento lo que dices, madre –expresó– Pero creo que no has entendido mis razones. Tú y yo sabemos que Sethis traerá desgracias a Alejandría y aún así, lo recibes con los brazos abiertos. Eso no lo puedo entender. ¿Es eso lo que Dios quiere? ¿Qué exponga la espalda a mi enemigo para que me apuñale con más comodidad? – ¿Enemigo? –repuso Zaras– Esa es una palabra que nunca hemos utilizado. – ¡Pues, eso es lo que es! –exclamó Alejandro– ¡Sethis es enemigo de Alejandría! – Eder tiene razón, madre –intervino Zozím Lem– Sethis no es uno de nosotros. Pretende serlo pero nunca lo será. Odia a mi padre e intentará destruir lo que él ha creado. Los Textos Sagrados lo dicen claramente: él traerá la oscuridad. ¿Por qué debemos recibirlo sabiendo que será así? Zaras suspiró hondamente y expresó: – Tú bien conoces los textos. ¿Hay algo allí que no se haya cumplido? Y Zozím respondió casi sin voz: – No. Un denso silencio se apoderó de la estancia. Hasta que Nastiawa preguntó con angustia: – Entonces, ¿no podemos hacer nada? ¿Debemos quedarnos tranquilos viendo cómo Sethis destruye lo que tanto nos ha costado edificar? Zaras habló pausadamente, posando sus ojos verdes y dorados sobre cada uno de sus hijos: – Sethis hará mucho daño, pero no destruirá Alejandría. Sé lo que viene, y es muy duro. Pero es necesario. Créanme. De existir una posibilidad de evitarlo, yo sería la primera en hacer uso de ella. Pero no es así. Y ésa es la prueba que tiene que pasar Alejandría. La prueba que ustedes deben superar. ¿En qué consiste la fe? En creer aunque todo parezca en contra. Si ustedes no creen, ¿cómo podría Alejandría ser la Patria de la Fe? Zaras se puso en pie, dando por terminada la reunión. Se le veía cansada. Sus hijos empezaron a retirarse. Alejandro aguardó a que saliera el último y se acercó nuevamente a Zaras que ya se dirigía a su habitación. Le dijo: – Esta división que hay entre nosotros es una prueba de lo nefasto de su presencia. ¿Aún así insistes en que lo aceptemos? La Señora no contestó. Zozím Lem entró de nuevo en la casa y tomó a Alejandro del brazo, obligándolo a salir. Ya afuera, expresó: – Déjala ya, Eder. Tú y yo sabemos que a ella le tocará la peor parte. No la angusties más. Zaras, sola en su lecho, el mismo que había compartido con su esposo amado, lloró amargamente por las horas terribles que sabía que tendría que vivir. XI – ¿Así que también eres hijo de Malén Lozáh? –preguntó Sethis, mientras se acomodaba en el bote. – Sí –respondió Quefí Zem– Nací después de su partida. Así que no le he conocido aún. – Y él tampoco sabe de tu existencia. – Supongo. Sethis se había acercado al embarcadero esa mañana y le propuso a Quefí ayudarlo en la pesca. Éste había aceptado y ambos remaban ahora hacia mar adentro. Quefí Zem observaba a Sethis con curiosidad. Éste lo notó y exclamó riendo: – No trates de identificar a tu padre en mis rasgos. Somos muy diferentes. Él es rubio, como tú, y de ojos azules, como los tuyos. Quefí sonrió y dijo, más para sí que para Sethis: – Sí, ya lo creo que son muy diferentes. Tras unos minutos de silencio, Sethis expresó: – Creo que tú y yo nos parecemos un poco, en cierta forma. Yo tampoco conozco a mi padre, pero mi vida ha estado condicionada por sus preceptos. Quefí dejó de remar y le miró atentamente. – ¿No conoces a tu padre? –preguntó. – No. Nunca lo he visto –contestó Sethis, simplemente. – Es que Dios no tiene forma. – ¿Cómo puedes creer en algo que nunca has visto? – A Dios no hay que verlo, hay que sentirlo. Sethis miró el horizonte largamente y luego expresó: – Creí que eras diferente. Como vives casi aislado, alejado de la ciudad… Pensé que tenías ideas propias. Quefí Zem lo miró divertido, se dio la vuelta y empezó a remar en sentido contrario, nuevamente hacia la costa. – Tengo ideas propias –expresó– Sé que Dios existe y creo en Él. Porque lo siento, no porque alguien me lo haya dicho. – ¿Por qué estamos regresando? – Porque creo que tu conversación ya terminó. Y sonrió ampliamente, con una sonrisa que Sethis recordaba de Malén. XII Desde su llegada, Sethis había evitado encontrarse a solas con Zaras. Se sentía transparente ante ella e intuía que adivinaba cada uno de sus pensamientos. No podía engañarla, como había hecho con muchos de sus descendientes. Sabía que ella conocía sus propósitos y que no era probable que cayera en sus trampas. Además, verla y tenerla tan cerca era una verdadera tortura para él. Ardía de deseos por ella y sabía que acercársele con esas intenciones, derrumbaría sus planes. Así, prefería evadirla que enfrentarla. Ella, al parecer, hacía lo mismo, aunque Sethis sabía que por otras razones. Sin embargo, sucedió una noche. Él paseaba por la playa solitaria y se encontró con que ella hacía lo mismo. Se toparon de frente y se quedaron de pie mirándose. Zaras tuvo miedo y un leve temblor la delató. Sethis fingió naturalidad y la invitó a sentarse en la arena. Ella pareció dudar, pero al fin accedió. Se quedaron en silencio por unos minutos. Sethis pensaba en lo que hubiera podido ser si él hubiera resultado el Elegido. Construir esta ciudad con Zaras, ser el Patriarca y estar junto a ella siendo su Señor por toda la eternidad… Eso habría sido lo correcto para él. Zaras, por su parte, extrañamente pensaba en lo mismo. Si Sethis hubiera sido el Elegido, ella dudaba que Alejandría se hubiera convertido en lo que hoy era. Sethis no era un hombre de construir, sino de destruir. Zaras sabía que Dios no se equivocaba. Tras regresar de sus ensoñaciones, Sethis expresó: – Debe haber sido muy duro para ti pasar todo este tiempo sin Malén. Ella le miró de soslayo y contestó: – Por supuesto. – ¿Lo amas mucho? – Con todo mi ser. – Le he visto –dijo él después de un rato. Zaras dio un respingo.– Nos hemos topado en el camino. – ¿Hace cuánto? ¿Dónde? – Hace ya tiempo. Él sabe que estoy aquí. Y no le importó. – ¡Mientes! –exclamó Zaras. – No. Yo le dije que vendría. Pero él siguió su camino, sin preocuparse. Se ve que su amor por ti no es del mismo tamaño que el tuyo por él. Zaras lo miró de hito en hito y expresó: – Eres peor de lo que imaginé. Sethis soltó una carcajada y tomó el rostro de ella entre sus manos. – Ven conmigo. Formemos juntos una nueva ciudad. Hagámosla más rica y poderosa que Alejandría. – ¡Estás loco! –exclamó Zaras tratando de zafarse. Sethis la tomó por los hombros, entonces, y expresó con una risa ruin: – Sabes que al final será así. Serás la madre de mis hijos. Aunque no quieras. Zaras se sacudió para soltarse y gritó: – ¡Podrás tener mi cuerpo algún día, pero no tendrás nada más! Todo lo demás pertenece a Malén. Un brillo de odio cruzó la mirada de Sethis y al fin, liberando a Zaras, dijo con desprecio: – ¿Y qué otra cosa, sino tu cuerpo, puedo querer de ti? Zaras se puso en pie y echó a correr por la playa, alejándose de él. Llegó a su casa y se lanzó al lecho entre sollozos amargos. Sethis, en la playa, también sollozaba. XIII AÑO 286 Habían transcurrido varios meses desde la llegada de Sethis Hávigus. La vida en Alejandría no había sido alterada mayormente por su presencia –salvo los percances iniciales– y se realizaban las actividades normalmente. Sin embargo, en el anfiteatro había una gran agitación. Durante la reunión del Consejo se había producido una conmoción por la decisión de un centenar de jóvenes de dejar Alejandría para fundar una nueva ciudad. Ya no era una propuesta, era un plan en marcha. Kosey, encabezando el grupo, había hecho saber a los sabios esta decisión y todos intentaban hacerlo desistir. Ninguno de los argumentos parecía surtir efecto y los miembros del Consejo reconocían, a su pesar, que no podían obligarlos a quedarse. Entonces, Alejandro, en un último intento, volvió a dirigirse a ellos. – Sabemos que les asiste la razón –expresó– Ninguno de nosotros desconoce la situación de Alejandría. Pero entendemos que son muy jóvenes todavía. Aún no han sido instruidos en las ciencias que les serán necesarias para acometer semejante tarea. Fundar una ciudad requiere mucho más que construir casas. Incluso, éstas deben ser erigidas de acuerdo con ciertas normas y reglas que ustedes desconocen. El establecimiento de una ciudad requiere planificación, estudios de los suelos, de las condiciones de la tierra en que se va a asentar y sus adyacencias; del clima, la orografía, la hidrografía, la fauna que habita en ella. Hay una serie de elementos que ustedes no toman en cuenta porque no tienen la preparación necesaria… Kosey escuchó con atención a Alejandro. Le dejó hablar por un rato y al final, exclamó triunfante: – Señor, reconocemos que es cierto todo lo que has dicho. Pero no estaremos solos en nuestra tarea. Alguien que sí cuenta con esos conocimientos se ha ofrecido a ayudarnos. Un murmullo recorrió la estancia. Alejandro, entre molesto y sorprendido, preguntó, más a la audiencia que al muchacho: – ¿Cuál de los patriarcas ha decidido acompañarles? Y el muchacho respondió sonriente, sabiendo que los había pillado por sorpresa: – Sethis Hávigus. Alejandro enrojeció. Esta vez, todos los Patriarcas se alzaron para protestar. Las madres de los muchachos se lanzaron al centro del recinto y alzaron sus voces, indignadas. Zaras Keláh recordó unas palabras que Malén Lozáh había dicho antes de su partida: “Cuida de los que nazcan en mi ausencia para que no sean confundidos”. No se contuvo y se adelantó para enfrentarse con Sethis, que contemplaba la escena divertido sentado en uno de los bancos. – ¿Qué es lo que tratas de hacer? –inquirió Zaras con la rabia casi ahogándole la voz– No lo permitiré. Alejandro y Zozím Lem se habían acercado también y estaban a punto de saltarle encima a Sethis. Éste se puso en pie parsimoniosamente y alzó la voz para que todos pudieran escuchar: – ¿Es ésta la tierra de los hombres libres? ¿La Patria de la Fe? ¿Donde ni siquiera confían en sus propios hijos? Estos muchachos quieren conocer la Tierra y tienen todo el derecho de hacerlo. Su Patriarca, Malén Lozáh, parece haber perdido el rumbo y no ha hallado el camino de regreso. ¿Cuántos años más esperarán por él? Los jóvenes aplaudieron las palabras de Sethis. Él continuó: – ¿Se atreverán a detenerlos? ¿Cuántos preceptos de la Ley quebrantarán al hacerlo? ¿Son muy jóvenes? Sí, es cierto. Y tienen el ímpetu necesario para lanzarse a conquistar el mundo, que está esperando por ellos. Ustedes, dignos señores y dignas señoras, quédense en sus cómodos sillones aguardando al Patriarca, si es que llega algún día. Ese Patriarca que prometió regresar y que aún no ha cumplido. A lo mejor, otros treinta años más serán suficientes para que Malén se acuerde de su pueblo y decida por fin volver. Pero, mientras tanto, estos jóvenes, guiados por mí, estarán recorriendo la Tierra y construyendo las ciudades que él prometió y no cumplió. No pueden detener el curso de las cosas. Haremos lo que su Patriarca no pudo. Una ovación estrepitosa por parte de los jóvenes acompañó las últimas palabras de Sethis. El anfiteatro parecía venirse abajo entre los aplausos, vítores y los gritos desesperados de las familias de los jóvenes. Sarizán Zyruu, Zoyíz Sezane, Nastiawa Zovomóz, Teviz y Rah-Rah se unieron a Alejandro, Zozím Lem y Zaras Keláh. Ninguno sabía qué decir. La madre de Kosey, el joven líder, se acercó a Zozím Lem, de quien era descendiente, y exclamó angustiada: – ¿Permitiremos que nos robe a nuestros hijos? Zozím cerró los puños con impotencia y miró a la Señora interrogante. Zaras cerró los ojos y negó con la cabeza. No había nada que hacer. No podían retenerles a la fuerza. Con la razón, trataron de convencerlos y fue inútil. Ciertamente, eran hombres libres y tenían derecho a escoger su propio camino. Así habían sido enseñados. ¿Cómo ir en contra de sus propios principios? |
||
©Todos los derechos reservados
© Marginalia 2010-2014 |