IR SHEL OR CAPÍTULO CUATRO EL ULTRAJE I El de la partida de los jóvenes había sido, sin duda, el día más triste de Alejandría. La despedida del Patriarca había estado cargada de esperanza. Cuando marchó en su peregrinaje, había una misión que cumplir. Este éxodo, en cambio, era como un desgarramiento de la Sociedad Solar. Sus hijos, en plena etapa de desarrollo, le habían sido arrebatados. Todos los habitantes de Alejandría presentían que el grupo de Kosey no regresaría jamás. Ahora, los sentimientos contra Sethis eran unánimes. Los que habían confiado en él se sentían defraudados y los que no, no se sentían mejor. La tristeza se respiraba en el aire. La mayoría de los padres y madres de esos jóvenes estaba desolada. Los Patriarcas no encontraban la forma de confortar a sus conciudadanos. Tal vez, porque ellos también estaban desolados. La ciudad continuó con su ritmo, pero la alegría ya no era parte de su cotidianidad. II Quefí Zem, Teviz y Zozím Lem, Sarizán Zyruu y Nastiawa Zovomóz, Zoyíz Sezane y Zaguev Mováz, acudieron a la casa de Eder Eguzki y Rah-Rah. Se habían sentado en torno a la mesa, como era costumbre cuando iban a discutir algún asunto y aguardaron a que los sorprendidos anfitriones se sentaran también. Alejandro preguntó preocupado: – ¿Qué ocurre? ¿A qué se debe esta “asamblea”? Sarizán Zyruu tomó la palabra. – Hemos decidido venir –dijo– para reafirmar nuestro respaldo al Patriarca. Tú eres nuestro guía, Alejandro, y confiamos en ti plenamente. Lo acontecido era inevitable. Como ha dicho nuestra madre, es parte de las pruebas que Alejandría tendrá que superar. La ciudad hoy está sumida en el dolor por la partida de un grupo importante de jóvenes. Pero hay otros muchos que no se fueron. Que decidieron aguardar como nos fue indicado por nuestro padre. La decisión de los que partieron fue personal de cada uno. Ahí afuera queda otro grupo numeroso que espera que nosotros sigamos siendo sus guías. Y los que vienen detrás de ellos. No podemos defraudarlos. Estamos aquí porque seguimos creyendo en ti; porque sabemos que Dios te guiará para tocar los corazones de los que puedan dudar. Confiamos en las decisiones que tomes y las respaldamos. Alejandro tenía un nudo en la garganta y no se atrevió a pronunciar palabra. Zozím Lem agregó: – Creemos que debemos hacer un esfuerzo para que nuestro pueblo no pierda la fe. Quedan aún momentos difíciles por vivir y nuestra única esperanza de resistirlos es la confianza que tengamos en el Padre. Él nos guiará en estos momentos oscuros, pero debemos convencer de ello a nuestra gente. Todos pensamos que tú eres el indicado para mostrar el camino a seguir. Teviz expuso: – Aquí estamos tus hermanos para apoyarte. Te hemos visto abatido por todo lo ocurrido y lo comprendemos. Pero no asumas una culpa que no tienes. Si tú has fallado, todos hemos fallado. Es nuestra responsabilidad compartida reparar el daño que haya podido ser causado. Estamos juntos en todo. Alejandro recorrió con la mirada a sus hermanos y todos asintieron. Sonrió agradecido y expresó: – Son todos dignos hijos de sus padres. La risa llenó la estancia y al aire solemne se esfumó. Pero Alejandro se sintió reconfortado y, animado, convidó a sus hermanos al almuerzo para discutir las acciones a seguir. Rah-Rah, también aliviada y agradecida, se puso en pie de un salto y se dispuso a preparar la comida. Teviz, Nastiawa y Zaguev se le unieron, dejando a los hombres reunidos en la mesa. – Gracias por todo, hermanos –dijo Alejandro– Es muy importante para mí contar con su apoyo. – Creo que debemos planificar algunas actividades con los jóvenes para integrarlos más al desarrollo de la sociedad –propuso Zoyíz– Debemos hacer que se sientan partícipe de él. – Cierto –convino Zozím– Debemos impulsarlos a presentar sus propuestas y tomarlas en serio, cualesquiera que sean. Siguieron por largo rato aportando ideas, sumadas a las propuestas de las mujeres que intervenían de tanto en tanto. Luego, dieron buena cuenta de la comida y cada uno marchó a sus labores cotidianas. Alejandro y Rah-Rah les despidieron en la puerta y cuando volvieron a estar solos, ella se echó en sus brazos conmovida. Él la estrechó fuertemente y le susurró una frase que le había oído a su padre: – Si Dios está de nuestra parte, ¿quién contra nosotros? III Alejandro subió esa tarde al Monte Kisaku. Se acercó por primera vez al Laberinto de la Hagia Kyria, el lugar en que había tenido su padre la Iniciación. Nunca nadie había ingresado en él desde entonces. Su entrada se hallaba sellada. Sólo los tres Hijos de Dios sabían sus secretos. Los alejandrinos sabían que era un lugar sagrado y no lo profanaban. Alejandro oró por largo rato y luego, dirigiendo su voz al cielo, exclamó: – Aquí han orado mi padre y mi madre. Aquí ambos han escuchado Tu voz. Tú les has hablado porque son Tus hijos. Me han enseñado que también yo soy Tu hijo. Te pido entonces que me hables a mí. Sabes el peso que llevo en mis hombros. Sabes que el horror aún no ha empezado. Déjame escucharte y que Tu voz me fortalezca para lo que ha de venir. Dame las palabras precisas para hablarle a mi pueblo. Ellos me necesitan. Yo te necesito a Ti. Estaba de pie con los brazos abiertos. Cerró los ojos y sintió la brisa que hacía ondular su túnica. De repente, la brisa cesó. Un extraño silencio llenó todo. No se advertía ningún movimiento. Hasta las nubes parecieron detenerse. Entonces, brilló la luz. Alejandro sintió el resplandor en su rostro pero no pudo abrir los ojos. Era demasiado brillante. Y Dios le habló: – Alejandro, el defensor de los hombres. Tu Tierra es bendita y tus hijos lo son igualmente. Vendrán días de oscuridad, pero la luz volverá a brillar y con más fuerza. Renuevas la fe de tu gente cada vez que das muestras de que la tuya es inquebrantable. Predica con el ejemplo, como lo ha hecho tu padre terrenal. No verás lluvia caer hasta que esté él a las puertas de Alejandría. Como la lluvia renueva la tierra, él regresará a renovar la fe de su progenie. Yo soy tu Padre Celestial. Hijo mío, ve y habla a tu pueblo, que Yo pondré las palabras en tu boca. Pídeme que bendiga y Yo bendeciré. Tu voz será la mía. Y tu pueblo confiará. El viento volvió a soplar y los sonidos propios de la naturaleza se dejaron escuchar de nuevo. Alejandro cayó de rodillas. Miró sus manos y notó que brillaban todavía. Se estremeció. No se sentía capaz de incorporarse. Una mano se posó en su hombro y se sobresaltó. Al volverse, miró a su madre de pie junto a él. Se abrazó a sus piernas y lloró. No tuvo que explicar nada. Zaras reconocía esa luz extraordinaria y la emoción de su hijo no podía ser por otra causa. IV El Consejo estaba listo para comenzar. Sólo aguardaban la llegada del Patriarca y la Santa Señora para dar inicio a la sesión. Aún flotaba en el aire la pesadumbre por lo acaecido en la pasada reunión. Muchas madres lloraban aún a sus hijos. A pesar de ello, muchos jóvenes se habían hecho presentes, invitados por los Patriarcas para que, como cualquier otro ciudadano, expusieran sus ideas y propuestas. Algunos estaban excitados ante esa posibilidad. Otros, algo cohibidos. Zirne Zaguváz, Wizel Rewí, Itzel, Baziz Xelay, Rehíz Zoxi, Cassiel, Rah-Rah, Zozím Lem, Teviz, Sarizán Zyruu y Zoyíz Sezane ya habían tomado sus puestos en el centro del recinto. Todos ellos, al ver llegar a Alejandro, comprendieron lo que había pasado. Su hermano estaba bañado en luz y parecía un ángel. Conmovidos, guardaron silencio mientras él tomaba su lugar. Zaras, que le acompañaba, se dirigió hasta su silla y contempló a los presentes, que miraban atónitos a su hijo. Alejandro, presidiendo el Consejo, tomó la palabra: –Sé que aún están abiertas las heridas por lo ocurrido hace unos días. Sé que muchas familias no han logrado recuperarse de esa partida tan dolorosa que presenciamos todos. Y sé que mis palabras no llenarán el vacío que nuestros queridos jóvenes han dejado. Pero creo que nos será útil a todos reflexionar sobre ello. Hemos levantado una sociedad de hombres libres. La libertad es un principio fundamental de ella. Pero aunado a la libertad, está el principio de responsabilidad. Es decir, hacer uso de esa libertad responsablemente. Todas nuestras enseñanzas nos impelen a pensar por nosotros mismos, como individuos, únicos e irrepetibles. Es así como hemos querido ser desde el principio. Eso es lo que dice nuestra Ley, dictada por Dios a los hombres. Y eso es lo que hemos hecho. Cada uno de esos jóvenes que partió, había tomado su propia decisión. En la sociedad siempre tuvieron cabida. Nadie los expulsó. Sólo que, impetuosos al fin, no quisieron aguardar el momento adecuado y prefirieron hacer uso de su libertad para tomar el camino que ellos eligieron. No estaba en nuestras manos detenerlos, impedirles la salida, coartarlos, reprimirlos… Ellos sabían que tenían el derecho de hacerlo y lo ejercieron, como era natural que hicieran. Pero todos sabemos aquí que lo más grave no es su partida, sino la compañía que llevaban. Sabemos que Sethis Hávigus no les va a instruir como hubiéramos hecho nosotros. Pero son ellos los que verán la diferencia y probablemente se arrepientan de su decisión. O no. Pero una vez más, quedarse con Sethis o regresar, sólo dependerá de ellos. No de nosotros. No podemos formar hombres libres para que hagan lo que nosotros queremos, sino para que asuman el rol que les corresponde de acuerdo con su propio criterio. Sé que esto no alivia el dolor de la madre, ni del padre, ni de la hermana… Pero es la única verdad. Que no nos pertenecemos los unos a los otros. Nuestros hijos no son nuestros. Somos sólo el instrumento para que esas vidas sean posibles. Pero la vida no la damos nosotros. Entonces, no nos aferremos a lo que no nos pertenece. Alejandro hablaba con serenidad pero con firmeza y los asistentes estaban como hipnotizados. Nadie podía quitarle los ojos de encima ni perdía detalle de lo que decía. – Sé que hoy me ven diferente –continuó– Pues bien, esta luz que emana de mí no es más que un pálido reflejo de la verdadera luz que hoy me ha tocado. Hoy he escuchado la voz de Dios y cada una de mis palabras está siendo dirigida por Él. Por eso he llegado a sus corazones, por eso están conmovidos. Alejandría es la Patria de la Fe, y si perdiéramos la fe, sería como perder nuestra patria. Aunque parezca que la oscuridad nos rodea, fíjense en esta luz y recuérdenla. La luz del Padre podrá contra toda tiniebla. Sé que muchos dudan y por eso pedí consejo a Dios. ¿Cómo hacer para que no pierdan la fe? Y la respuesta llegó. Él me dijo que mi fe inquebrantable hará crecer la de ustedes. Entonces, estoy tranquilo. Porque hoy mi fe es la más fuerte. Vendrán tiempos duros y sólo ella nos mantendrá incólumes. Les invito a creer conmigo que Alejandría superará las pruebas porque así está escrito que suceda. Alejandro levantó su mano hacia el cielo y todos los presentes hicieron lo propio. Entonces, exclamó: – ¡Padre, bendice a Tus hijos! Y desde el cielo, la voz como un trueno se dejó escuchar: – Benditos son. Y por segunda voz tronó: – Ahora y siempre. Aquello petrificó a la multitud. Tras unos segundos de pasmo, hombres y mujeres estallaron en una ovación portentosa. La voz había sido clara y fuerte. Todos la habían escuchado y entendido. Pocos podían dudar ahora. Alejandro suspiró hondamente y dio gracias a su Padre Celestial. Realmente, ahora su fe era la más grande y fuerte. V Sethis había jugado inteligentemente. Sabía que los pobladores de la Patria de la Fe eran nobles e instruidos y que sus creencias no podrían ser desmontadas tan fácilmente, aun por el mismo Hijo de Dios. Entonces, había fingido asimilarse a la ciudad y pretendido ser uno de ellos, mientras indagaba en sus costumbres, sus ideas y funcionamiento, para detectar las posibles debilidades de la grandiosa Sociedad Solar. Así, se topó con la inconformidad de los jóvenes, que se convirtió en el caldo de cultivo perfecto para alentar una “rebelión” en contra de los Patriarcas. Las pretensiones de esa muchedumbre, exacerbadas por Sethis, y, precisamente, su juventud e inexperiencia, fueron aprovechadas al máximo por él y coronó dos de sus grandes deseos: hacerse de hombres y mujeres para fundar su propia ciudad y asestar un golpe mortal a la sociedad creada por su hermano. Tras la partida de Alejandría, condujo la caravana, conformada por más de un centenar de jóvenes, hacia el noroeste, a través de la Tierra de los Hielos Perennes, mientras les inoculaba sus propias ideas. Los llevó hasta una tierra más baja, bien alejada de Alejandría para desalentar cualquier intento de huida y allí establecieron un primer asentamiento. Les ayudaba a levantar las casas y otros edificios, pero también, con el tiempo, Sethis planeaba iniciarlos en un arte desconocido por ellos: la guerra. Les enseñaría a construir armas y cómo usarlas y les entrenaría para el ataque y la defensa. De esta manera, Sethis fundaría finalmente su tan deseada ciudad y, a la par, se haría de un ejército que, llegado el tiempo preciso, atacaría Alejandría. Para someter a los jóvenes, les recordaba continuamente su condición de Hijo de Dios y les hacía creer que su palabra era la de Él. Nunca dejó entrever sus verdaderas intenciones. El joven Kosey se había convertido en el segundo de Sethis Hávigus. Había sido el líder del grupo desde el principio y tenía influencia sobre ellos. Sethis se aprovechó de ello y le enseñó algunas artes que deslumbraron al muchacho. Al mismo tiempo, le hacía sentir que tenía depositada su confianza en él y le reforzaba el don de mando para que se impusiera sobre sus compañeros. De igual forma, le confiaba supuestos secretos y le permitía ver algunos papiros que, según Sethis, eran las partes de la Ley que Malén había pretendido destruir porque no le convenían. En ellos, se contaba una historia muy diferente de la que conocía Kosey. Los documentos explicaban que Malén y Sethis debían gobernar por igual al mundo, porque ambos eran los Hijos de Dios. Según esto, Malén había despojado a Sethis de su derecho legítimo de ser también Patriarca de Alejandría. Sethis, además, le había “confiado” que Malén le había obligado a internarse en la Tierra de los Hielos Perennes, amenazándolo con destruir cualquier cosa que se atreviera a edificar; y, por si fuera poco, le había arrebatado la posibilidad de formar una familia y tener sus propios hijos. Kosey no daba crédito a lo que leía y escuchaba. Preguntaba y preguntaba y cada respuesta de Sethis era una mentira más que convencía al joven de haber sido parte de una terrible componenda. Sethis, incluso, sin ser explícito, dejó entrever que Zaras Keláh había tenido su participación en ella. Kosey estaba indignado y se encargó de transmitir a sus compañeros lo que Sethis le había revelado. Esto logró un repudio general hacia Malén y Zaras e, incluso, hacia la Sociedad Solar. Fue entonces cuando Sethis, apoyado por los jóvenes desencantados, decidió llamarlos los “Hijos de la Luna”, fundadores de la Sociedad Lunar. Por supuesto, para ir en contra de todo lo que tuviera el signo solar. Así, fueron creando sus propios símbolos y Sethis instruyéndolos de acuerdo con su conveniencia. No los hizo partícipes de las siete artes y las siete ciencias. Sólo les proporcionaba el conocimiento necesario para que pudieran ejercer las labores propias de la ciudad. Nunca les habló de libertad o de pensar por sí mismos. Más bien, les inducía a perder su individualidad en favor del colectivo. Todo lo que hicieran debía ser por el bien de la Sociedad Lunar, nada para el provecho propio. Les convenció de que Alejandría había perdido el rumbo y que él era el Elegido para restaurar el reino de Dios sobre la Tierra. Una misión que nada más que él podía lograr. Por lo tanto, ellos le debían obediencia y sumisión. Las mentiras y manipulaciones de Sethis no tardaron en sembrar las dudas y la desconfianza hacia todo lo que se refería a Alejandría. De esta forma, también hizo crecer el resentimiento en los jóvenes, que ahora se creían engañados y despojados de la Verdad. Sólo Sethis podría salvarles del castigo divino y construir la verdadera sociedad de Dios. Hábilmente, Sethis les dibujó a un Dios castigador, iracundo, celoso e implacable; que castigaba la menor falta de forma terrible. Les convenció de que habían pecado al alejarse de sus verdaderos designios y de que ganar la gracia divina era un trabajo arduo y eran necesarios múltiples sacrificios. Dios escogía a los que mejor le sirvieran. Los demás, perecerían en las llamas del Averno. Es decir, les inculcó un miedo terrible hacia los designios del Creador y que sólo a través de él, como Su Hijo, podían ser salvados. Con el tiempo y con tantas ideas retorcidas, los jóvenes alejandrinos, nacidos en una patria libre y noble, se iban llenando de odio y sed de venganza, y se convertían en seres temerosos, fácilmente impresionables y manipulables. Bastaba que Sethis hablara para convencerlos de cualquier cosa que dijera. Sobre estas bases, Sethis pretendía construir una sociedad de hombres que jamás pensaran por sí mismos, mujeres sumisas que sólo cumplirían la función de traer hijos al mundo y, en definitiva, seres confundidos en un rebaño esperando siempre que el “pastor” les indicase cómo y cuándo actuar. VI AÑO 287 Era usual que Sethis se internara en las montañas por varios días y regresara a la ciudad sin dar explicaciones. Por eso, a nadie sorprendió que saliera esa mañana con su rumbo habitual. Pero esta vez, la ausencia se prolongaría por varios meses, así que había dado instrucciones a Kosey para que se hiciera cargo de todo durante su viaje. Se dirigió al norte y cruzó la Tierra de los Hielos Perennes nuevamente y se detuvo en su antigua cueva. Allí se unió al hombrecillo de aspecto deforme que le saltó encima, chillando de alegría. – ¡Amo, amo! –exclamaba el pequeño, saltando de un lado a otro. – Quieto, Parvus, quieto –dijo Sethis sin entusiasmo– Busca la mochila y mi daga. Vamos a hacer un viaje. El hombrecillo obedeció y al poco, emprendieron camino, seguidos por los lobos, antiguos compañeros de Sethis. VII La noche era clara. La suave luz de la luna llena iluminaba como un enorme farol colgado en el cielo. Rah-Rah y Nastiawa Zovomóz caminaban sin prisas hacia la casa de la Señora. Solían pasar cada noche para constatar el estado de su madre, que había estado en los últimos días muy agitada. Ella nunca decía nada, pero sus hijos notaban con preocupación que dormía poco y comía menos, y con el transcurrir del tiempo se había debilitado y parecía nerviosa y asustadiza. Llamaron a la puerta y entraron sin esperar respuesta. La hallaron sentada a la mesa, sufriendo de violentos temblores y con señas de haber estado llorando. – ¡Madre! –exclamó Nastiawa– ¿Qué ocurre? Pero Zaras era incapaz de hablar. Rah-Rah la cubrió con un manto y Nastiawa preparó una infusión para hacérsela beber. Zaras estalló en sollozos y poco pudieron hacer sus hijas para calmarla. Las dos mujeres miraban con horror el semblante desencajado de la Señora y Rah-Rah optó por ir en busca de Alejandro. Las violentas sacudidas de Zaras empezaron a espaciarse y Nastiawa le obligó a beber. Poco a poco se fue calmando hasta quedar exánime en la silla. Nastiawa la acomodó lo mejor que pudo en espera de Alejandro para que la trasladara al lecho. La frente de la Señora estaba perlada de sudor y aun desmayada sufría uno que otro espasmo. Nastiawa tomó su pulso y lo notó acelerado. ¿Qué le había podido ocurrir? Cuando Alejandro llegó, la Señora estaba despertando. Tenía unas profundas sombras bajo los ojos y hacía esfuerzos por reponerse. – ¿Qué ha ocurrido, madre? –preguntó Alejandro, alarmado. La Señora se incorporó en la silla y miró a sus hijos alternativamente. Luego expresó con voz cansada: – No es nada. Estaré bien. Márchense ya. – ¿Qué? –exclamó Rah-Rah– No podemos dejarte así. – Estaré bien. Márchense. Alejandro se arrodilló frente a ella y miró sus ojos fijamente. Zaras le devolvió la mirada por un segundo y luego la apartó, repitiendo: – Márchense. Incorporándose, Alejandro dijo a las mujeres: – Váyanse. Yo me quedaré. – ¿Qué es lo que pasa, Eder? –preguntó Rah-Rah al borde del llanto. – Váyanse ahora –repitió Alejandro– Yo me haré cargo. Nastiawa arrastró a Rah-Rah tras ella, comprendiendo que algo grave ocurría. Cuando salieron de la casa, tropezaron con Zozím Lem que venía corriendo agitado. – ¿Qué ha sucedido? –preguntó. – La Señora está quebrantada –dijo Nastiawa y a continuación preguntó:– ¿Quién te avisó? – Nadie –contestó Zozím y agregó sucintamente:– Lo he visto. Nastiawa y Rah-Rah cruzaron una mirada. Nastiawa preguntó: – ¿Qué va a ocurrir, Zozím? Pero él sólo dijo: – Avisen a los demás. Las mujeres corrieron hacia el centro de Alejandría para dar la voz de alarma, aunque ninguna entendía qué estaba pasando realmente. Zozím entró en la casa. Él y Alejandro no tenían que preguntarse nada. Sabían lo que estaba a punto de ocurrir. Zaras les dijo: – Déjenme sola, hijos míos. No hay nada que puedan hacer. Pero ni Eder ni Zozím se movieron. El eco de unos aullidos llenó la noche y Zaras se estremeció. Eder miró por la ventana y vio acercarse unas teas. Zozím se inquietó. – Tranquilo –dijo Eder– Son nuestros hermanos. Zozím abrió la puerta y entraron Sarizán Zyruu y Zoyíz Sezane. Les acompañaban Zirne Zaguváz, Rehíz Zoxi, Baziz Xelay y Wizel Rewí. Traían sus armas de caza y lucían también muy preocupados. Alejandro ordenó: – Montemos guardia alrededor de la casa. Rehíz Zoxi y Zoyíz Sezane fueron hacia la parte trasera; Zirne Zaguváz y Sarizán Zyruu hacia el flanco derecho y Baziz Xelay y Wizel Rewí hacia el izquierdo. Zozím Lem y Eder Eguzki permanecieron con la Señora, uno en la puerta y otro en la ventana. Los aullidos se escucharon más cerca y los hombres se pusieron alertas. Tras unos minutos de tenso silencio, se oyeron los gritos de Rehíz Zoxi y Zoyíz Sezane que habían sido atacados por los lobos. Zirne y Sarizán corrieron hacia allá y vieron con horror cómo una jauría caía sobre ellos. Los cuatro hombres quedaron atrapados bajo una veintena de fieras que clavaban sus colmillos sin piedad. Las lanzas no les servían de nada. Poco podían hacer para defenderse. Baziz y Wizel acudieron velozmente y trataron de apartar a las bestias con sus picas, pero sólo lograron ser atacados también. Wizel logró zafarse y con una de las teas que colgaba del tejado de la casa encendió su manto y lo lanzó sobre los animales, que se apartaron aullando. Baziz se incorporó y recogiendo la tela en llamas la lanzó ahora sobre los que atacaban a los demás. Los lobos soltaron a sus víctimas pero no se alejaron. Rehíz yacía en el suelo casi sin sentido y con el cuerpo ensangrentado. Zoyíz trataba de incorporarse pero estaba herido en las piernas, que sangraban copiosamente. Zirne y Sarizán tenían mordeduras en todo el cuerpo y perdían abundante sangre. Baziz sostenía la tea, blandiéndola frente a los lobos para mantenerlos a distancia. Zozím Lem y Alejandro vieron el horrible espectáculo pero no podían moverse de sus puestos. Zaras parecía paralizada en medio de la estancia y habían vuelto sus temblores. La puerta se abrió de golpe empujando a Alejandro y la única luz de la estancia se apagó. Zozím, que había saltado hacia la puerta, sintió un agudo dolor en la garganta, que luego se repitió en las piernas y brazos. Los lobos habían entrado en la casa y atacaban a dentelladas a los dos hermanos. Ninguno osó tocar a la Señora. Pero no estaban solos. Ahí estaba Sethis, con la daga en la mano y una mirada desquiciada. Alejandro saltó sobre él y Sethis le hundió el arma en el cuerpo varias veces. Zaras gritó de horror al ver a su hijo desplomarse y a los lobos caer sobre él. – ¡Basta! ¡Basta! –gritó desesperada. Sethis la abofeteó fuertemente y Zaras cayó al piso, desmayada. La arrastró hacia la puerta y allí la levantó y montó sobre su hombro. Salió de la casa y emprendió la huida hacia el bosque. Baziz Xelay corrió tras él y lo mismo intentaron hacer los otros, pero algunos estaban ya muy maltrechos. Los lobos huyeron también hacia el bosque. Zozím Lem, dentro de la casa, luchaba por levantarse y asistir a su hermano Alejandro. Vio a una criatura espantosa acercarse con una tea y lanzarla hacia adentro, lo que provocó que algunos objetos empezaran a arder. Zozím vio al hombrecillo huir tras los pasos de Sethis. Baziz y los otros vieron que la casa empezaba a cubrirse de llamas y debieron regresar para ayudar a los que estaban dentro. De todas formas, Sethis había desaparecido ya en la oscuridad. Baziz y Wizel entraron en la casa y lograron sacar a Alejandro y a Zozím, ambos en muy mal estado. El fuego atrajo a otros alejandrinos que se apresuraron a socorrer a los heridos y a tratar de sofocar las llamas. Rah-Rah, Nastiawa, Zaguev Mováz y Teviz se hicieron presentes y atendieron a sus esposos e hijos malheridos. Zaguev Mováz se acercó a su hijo Rehíz Zoxi y comprobó con horror que le habían sido arrancados pedazos de piel. Tenía una herida grande en la garganta y parecía no estar respirando. Rah-Rah limpiaba las heridas de Alejandro y lloraba viendo las múltiples lesiones de su hijo Zirne Zaguváz, que era asistido por su esposa Flavia. Teviz se afanaba con Zozím Lem que también estaba herido en la garganta, aunque no parecía ser ésa la lesión de mayor gravedad. Todos los pobladores habían acudido para ayudar. Nadie sabía exactamente qué era lo que había ocurrido. Con la premura de atender a los heridos y apagar el fuego, nadie había alcanzado a preguntar. De repente, Zaguev Mováz lanzo un grito desgarrador que pareció partir el cielo en dos: – ¡NO! Nastiawa corrió en su auxilio y la encontró arrodillada en el suelo, abrazando el cuerpo de su hijo Rehíz Zoxi. Cassiel, la esposa de Rehíz, estaba sentada al frente con los ojos desorbitados. – ¿Qué ocurre, Zaguev? –preguntó Nastiawa. – ¡No puede ser! ¡Es imposible! –gritaba Zaguev, sacudida por el llanto. Nastiawa apartó a Zaguev de su hijo y lo examinó. Luego, se echó hacia atrás desconcertada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y no acertó a pronunciar palabra. Todos la miraron expectantes. ¿Qué ocurría? Nastiawa hizo un esfuerzo y exclamó con voz entrecortada: – ¡Está… está muerto! ¡Rehíz está muerto! El desconcierto hizo presa de todos los presentes. Entonces, alguien gritó desde más lejos: – ¡La Fons Vitae! …¡La Fuente ha dejado de manar! |
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