Marginalia. Novela desconocida - Contracultura - Literatura Marginal.
Colección Marginalia
 

IR SHEL OR

La Ciudad de la Luz
I. De la Creación

MARIANELLA ALONZO ALVAREZ

CAPÍTULO CUATRO
Del Rapto de la Sacerdotisa

CONTRA EL HIJO DE DIOS. LA MALDICIÓN

I

AÑO 290

Ara estaba en vías de convertirse en la ciudad que quería Sethis Hávigus. Los jóvenes alejandrinos trabajaban con ahínco y se esforzaban por complacer a quien ahora se hacía llamar “su Rey”. La tierra era fértil en la zona y pronto empezaron a sembrar. También había animales abundantes que supieron aprovechar, bien para el consumo o para el trabajo. Construyeron un acueducto que partía de la falda de la montaña y recorría toda la ciudad. Habían hecho, igualmente, una plaza central donde solían reunirse y habían comenzado la edificación de un templo. Sethis seguía confiando en Kosey como su segundo, mientras sus hijos estuvieran pequeños. Mael ya contaba dos años y Gwen, una niña blanquísima de ojos verdes, había cumplido el primero. Zaras esperaba el tercer hijo de Sethis.

La situación de la Señora no había cambiado mucho desde que había sido traída hasta Ara. Vivía en una casa cómoda, pero prácticamente aislada. Sethis sabía que la influencia de Zaras en los jóvenes podía ser nefasta, así que la mantenía apartada y le tenía prohibida la salida, a menos que fuera con él, lo cual ocurría muy pocas veces. A los pobladores de Ara se les impedía igualmente acercarse a la casa de Sethis sin su consentimiento y, además, el rechazo que sentían muchos por Zaras era palpable.

La Señora había tenido que acostumbrarse a ser casi una prisionera y, para Sethis, una máquina de hacer hijos. Ése parecía ser su único interés en Zaras y ésta tenía que soportar todas las veces que él decidía que era el momento. Todas habían sido tan traumáticas como la primera y en Zaras ya se veían señales del agotamiento físico y mental a los cuales estaba sometida.

Su único aliento era cuidar de sus hijos pequeños. Sin embargo, Sethis solía llevarse a Mael y pasar con él gran parte del día. Dejaba a Gwen porque además de ser todavía una bebé, era hembra, y su padre no se sentía tan cómodo con ella.

Zaras Keláh, a pesar del poco contacto que tenía con los pobladores, advertía lo que Sethis estaba haciendo con ellos. Les engañaba y manipulaba y los alejaba cada vez más de los principios y valores que les habían sido inculcados. Constantemente aludía a su condición de Hijo de Dios para hacerles ver que él era “especial”, que poseía poderes venidos del Cielo y que le debían sumisión y obediencia. Hacía rituales mágicos y supuestos prodigios que maravillaban a los muchachos, quienes desconocían que, con la preparación adecuada, ellos serían tan capaces como Sethis de realizarlos.

La Señora vivía sumida en una profunda tristeza. Aceptaba su condición, entendiendo que era su destino y con la esperanza de poder contrarrestar los efectos de las desviadas intenciones de Sethis. Sabía que en un momento dado podría influir en sus hijos y no cesaba de buscar oportunidades para acercarse a los alejandrinos que habían desertado. Hasta ahora, no había podido burlar la estricta vigilancia de su hermano, pero aguardaba pacientemente y en alerta. Su tristeza, además, no sólo era debida a los acontecimientos presentes, sino también por los nuevos horrores que se avecinaban.

II

Sethis Hávigus, autoproclamado “Rey de Ara”, veía con aprobación cómo la ciudad y la población crecían; cómo los jóvenes alejandrinos aceptaban sus palabras como únicas verdades, sin reparos ni cuestionamientos. Sabía que había llegado a ellos en el momento justo, cuando aún no habían sido instruidos en la sabiduría superior y, por tanto, sus conocimientos limitados no les permitían discernir lo verdadero de lo falso.

Kosey le había manifestado en varias oportunidades su preocupación porque se afanaban en la construcción de viviendas, almacenes, fábricas y otros edificios para los servicios públicos, pero no habían iniciado la edificación de escuelas o universidades. Sethis, sabiendo que tarde o temprano tendría que permitirlo, le explicaba que trabajaba en los cuerpos de conocimiento que deberían ser usados en la instrucción del pueblo.

– Sabes que Malén Lozáh tomó para sí el Arcana Arcanorum, el compendio de secretos de las siete ciencias y, desvirtuándolo, sólo dio a conocer los aspectos de él que le interesaban –expuso Sethis mientras se sentaba junto a Kosey en un banco de la Plaza Central, desde donde contemplaban las labores de la edificación del Templo, el cual se construía, precisamente, donde Malén Lozáh había señalado. Sethis acababa de reparar en ello, pero no se desvió del tema.

– La sabiduría que transmitió a los suyos –continuó– es tan incompleta como equivocada. Yo no puedo hacer lo mismo con ustedes. Debo preparar los textos que serán estudiados, así como los preceptos de la Ley que regirán a nuestra Sociedad Lunar. Mi trabajo es mucho más arduo que el que tuvo él al principio. No sólo debo fundar una sociedad, sino descontaminarla de la influencia infortunada de los principios desvirtuados que Malén Lozáh promulgó.

Kosey meditó unos segundos y expresó:

– Alejandría es una sociedad próspera y los principios y valores que la sustentan no parecen tan equivocados.

– Lo ves así porque aún no has tenido contacto con las ciencias superiores. La sociedad alejandrina es un espejismo. Está sustentada en el engaño. Malén y Zaras hicieron creer a los suyos que todo lo que hacían era por mandato de Dios. ¿Querría Dios que sus criaturas fueran vilmente engañadas? ¿Habló, acaso, Malén sobre la ira de Dios? ¿Les dijo alguna vez que si la Ley de Dios no era acatada, serían castigados?

Kosey negó con la cabeza y expresó:

– Nadie nos ha hablado nunca de eso.

– ¿Lo ves? –continuó Sethis, satisfecho– Alejandría es tierra de infamia. Sus hombres no son temerosos de Dios y actúan como si ellos mismos fueran dioses. No se les exige nada para ganar Su gracia. Creen que por el sólo hecho de ser descendientes de un verdadero Hijo de Dios, ellos también lo son.

– Pero eso es lo que dice la Ley –replicó Kosey.

– ¿Cuál ley? ¿La de Dios o la de Malén Lozáh?

Kosey pareció confundido y Sethis sonrió. Luego explicó:

– Querido Kosey: recuerda que la Ley nos fue dictada a ambos. Malén y yo la escribimos, pero él pretendió destruir lo que no consideró adecuado para sus planes. Afortunadamente, yo logré preservar los textos. La Ley fue también grabada en la piedra. ¿Por qué nadie tiene acceso a ella? ¿Por qué permanece oculta en el Templo de Duhbe y sólo unos pocos tienen derecho a mirarla? ¿Y quiénes son esos pocos? Los hijos de Malén. Los que secundan sus planes. Él quiere hacerse amo del mundo. ¿Por qué es él quien debe fundar las ciudades? ¿Acaso los hombres y mujeres de Alejandría no son tan sabios como él? ¿No se supone que él les transmitió su sabiduría? ¿Por qué a ustedes los jóvenes no les era permitido salir y abrirse paso por su cuenta? Porque siempre tenían que estar bajo su mandato. Porque sólo él se considera digno de ser un Patriarca. Pero aquí estamos, ¿no? Hemos fundado una ciudad y cada día progresa más. Entonces, no era imposible. No era un mandato de Dios que sólo él las fundara.

Kosey asentía lentamente, como asimilando las palabras de Sethis.

– Ahí tienes a Zaras Keláh, su Santa Señora –continuó él– No dudó en venirse conmigo y darme hijos, aunque ante Dios es la esposa de Malén. ¿Está esa actitud acorde con lo que predicaba ella en Alejandría? ¿Por qué crees que está aquí? Porque, aunque trató de convencerlos a ustedes de esperar el regreso de su Patriarca, ella misma no estaba segura de ello. Si realmente confiara en la vuelta de Malén, ¿estaría aquí conmigo?

Kosey parecía indignado y exclamó:

– ¿Por qué la has tomado por mujer si ella no es digna de ti?

Sethis, cada vez más complacido con el efecto que sus palabras causaban en Kosey, explicó:

– Ella es la Hija de Dios, la única no nacida de vientre de mujer. Mis hijos tenían que provenir de esa simiente. Los alejandrinos están condenados. No acataron la Ley de Dios como estaba previsto. Ahora, Dios nos da otra oportunidad. Mis hijos con Zaras, verdaderos descendientes de la casta divina, serán los señores de la Tierra, porque guiarán a su pueblo por el verdadero camino. Nosotros, Kosey, estamos construyendo las bases de la sociedad más poderosa, porque es la que Dios ordenó construir. La sociedad que vivirá bajo Sus verdaderos preceptos, temerosa de Él y apegada a Sus principios. Si no hacemos lo correcto, el castigo sería terrible y estaríamos todos condenados. Pero, a través de mí, ustedes serán salvados. Yo no permitiré que la ira de Dios se desate contra mi pueblo, como ha hecho Malén. Comprenderás mejor cuando veas a Alejandría caer bajo el rayo imponente del castigo divino.

– ¿Por qué no hacerles ver que están equivocados? ¿Por qué no vamos a Alejandría y exponemos la verdad? Muchos no son culpables. Como nosotros, pensaban que estaban en lo correcto. ¿Por qué no permitir que se salven los inocentes?

Sethis pareció meditar la propuesta y Kosey, animado, continuó:

– Les hablaríamos con la verdad. Expondríamos las mentiras de Malén Lozáh y los convenceríamos de unirse a nosotros. Así, seríamos muchos más y nuestra sociedad se desarrollaría más rápido. Mientras más gente esté de nuestro lado, más grande será nuestra civilización. Además, salvaríamos a muchos de la perdición y Alejandría se vería disminuida, en caso de que quiera oponerse a nosotros en el futuro.

Sethis sonrió, encantado.

– Estás aprendiendo rápido –dijo.

Kosey se sintió inflamado de orgullo. Sethis, viendo el entusiasmo y vehemencia del muchacho, exclamó:

– Tienes razón. Reúne a varios y prepárense para atravesar las montañas. Iremos a Alejandría a proclamar nuestra verdad.

III

Alejandría vivía tiempos difíciles. La larga ausencia del Patriarca y los terribles acontecimientos que habían tenido lugar durante ésta, habían abierto muchas heridas y sembrado dudas y desconcierto en su población. La partida de los jóvenes, el vil rapto de la Santa Señora y su búsqueda infructuosa, la muerte de Rehíz Zoxi y con ella, el descubrimiento de la condición mortal de los humanos, habían sido el principio del resquebrajamiento de la sociedad.

Los alejandrinos comenzaron a padecer enfermedades, muchas de las cuales, mientras se investigaban sus causas y se buscaba la cura, resultaron mortales. Habían nacido niños con impedimentos físicos, ciegos, sordos, mudos, sin que se supiera la causa. Algunos ciudadanos desarrollaron enfermedades mentales y otros, simplemente, perdieron la vida en accidentes domésticos o de trabajo. Era bastante obvio que la mortalidad era algo con lo que no sabían lidiar todavía.

En vista de la situación, se construyeron las Casas de Salud, donde se atendía a los enfermos y accidentados, mientras los sabios se dedicaban a investigar y tratar de hallar los tratamientos adecuados para los distintos flagelos que los azotaban.

Por si fuera poco, una terrible sequía aquejaba a toda la zona y se habían producido incendios que causaron daños materiales y, en algunos casos, pérdidas humanas. Además, la aridez había afectado las cosechas y el desecamiento de ríos y lagos, con las consecuencias lógicas para la población.

El nivel de producción había bajado notablemente y el racionamiento era parte de la cotidianidad. La escasez de agua había contribuido a la proliferación de las enfermedades y su propagación entre la población, debido al deterioro de las condiciones sanitarias.

Ante este escenario sombrío, los Patriarcas hacían sus mayores esfuerzos para infundir ánimos a los habitantes. Trataban en lo posible de mantener el ritmo normal de la ciudad, pero era difícil en semejantes circunstancias. Porque los alejandrinos no sólo se sentían afectados físicamente, sino que espiritualmente se creían desvalidos. Empezaban a dudar del regreso del Patriarca y pensaban que si les fallaba en eso, ¿por qué no en todo lo demás? La ausencia de Zaras Keláh había tenido también un efecto desmoralizante. Se la habían arrebatado y no habían sido capaces de recuperarla. Las numerosas expediciones que salieron en su busca, regresaron sin respuestas. Parecía haberse esfumado en las montañas.

La fe que Alejandro demandaba a su pueblo era cada vez más difícil de sostener. El miedo terrible a la muerte había convertido a los habitantes de Alejandría en criaturas temerosas y angustiadas, que se preguntaban con inquietud cuándo les tocaría a ellos, y los momentos adversos que atravesaban les hacían creer que Dios ya no estaba de su parte.

IV

Alejandro se había recuperado de sus heridas, de las cuales apenas quedaban las cicatrices. Zoyíz Sezane había perdido la movilidad en su pierna izquierda y ahora se desplazaba siempre con muletas. Zirne Zaguváz y Sarizán Zyruu habían sanado totalmente, así como Zozím Lem, quien ocultaba la fea cicatriz que le había quedado en el cuello con un fino paño de lino. Habían pasado tres años desde el rapto de la Señora.

Todos habían superado las dolencias físicas, pero las heridas del alma estaban intactas. Ninguno de los hijos de Zaras Keláh se perdonaba el haber permitido su secuestro. Aunque todos hicieron lo que estuvo a su alcance, se sentían responsables y avergonzados por no haber podido retenerla. Además, la influencia de la Señora sobre ellos era tan grande que, al no tenerla cerca, se sentían desorientados.

Alejandro era el que más se atormentaba porque sus visiones le revelaban lo que Zaras sufriría en poder de Sethis. Por las noches, se despertaba sobresaltado y sudoroso, y sólo Rah-Rah, con su inmensa ternura, podía calmarlo y hacerle dormir de nuevo.

La vida les había dado un vuelco tan inesperado y dramático que aún siendo sabios y conocedores de los misterios del Universo, se sentían muchas veces perdidos y sin rumbo. Las ciencias y artes les habían descrito un mundo perfecto, el cual se habían esmerado en construir. Pero ahora su mundo distaba mucho de ser perfecto y las continuas embestidas de la fortuna, empezaban a hacerlo tambalear.

V

Cuando la cabalgata atravesó los campos de Alejandría, Kosey no pudo evitar sentir una punzada de dolor. La tierra estaba seca y agrietada y lo que antes habían sido inmensos cuadriláteros de tierra cultivada, hoy eran grandes planicies áridas sin vida. Los pequeños arroyuelos que cruzaban la ciudad se habían evaporado y los árboles que bordeaban los caminos, aparecían desnudos de follaje y sus troncos se asemejaban a cuerpos nudosos y retorcidos, abatidos por algún mal indecible, dibujando sus siluetas siniestras sobre las calles casi desiertas.

La población seguía con sus labores, pero en las horas cercanas al mediodía, casi toda actividad se paralizaba debido a la inclemencia del sol y la escasez de agua. Los habitantes se refugiaban dentro de las casas o edificios y se notaba muy poco movimiento.

Sin embargo, la entrada de los jinetes a la ciudad fue advertida por un grupo que se hallaba en la entrada del Centro Comunitario, a resguardo del sol. Entre ellos se hallaba Zozím Lem, quien se puso en pie de un salto al ver aparecer a los cinco hombres a caballo.

Sethis abría la marcha y redujo el paso cuando alcanzaron al grupo. En éste había jóvenes que habían sido compañeros de Kosey y de los otros, quienes, al verlos, corrieron hacia ellos, pero algo los detuvo. Estos muchachos, que altivos y gallardos acompañaban a Sethis, no parecían los mismos que habían partido de Alejandría hacía ya tres años.

Vestían con piezas de cuero y llevaban picas en las manos y puñales al cinto. Además, se tocaban con adornos de oro y plata que relucían al sol. Por si no fuera bastante el contraste con los sencillos alejandrinos, había en sus miradas un brillo retador y jactancioso. Además de Kosey, formaban la comitiva Leuco, Nayi y Adael. Todos, cerrando filas en torno de Sethis.

Zozím Lem se adelantó. Estaba indignado y a duras penas contenía su ira.

– ¿Qué vienes a hacer aquí? –le espetó a Sethis. Éste sonrió con desprecio y expresó:

– Dejemos que Kosey les explique nuestra visita.

– ¿Qué has hecho con mi madre? –continuó Zozím haciendo caso omiso del muchacho.

– La Santa Señora está conmigo, dándome los hijos que se convertirán en los amos del mundo. Ella lo sabe y lo acepta, porque sabe que la gloria será suya también. Si hubiese querido regresar, ya lo habría hecho. Pero ahora se ocupa de nuestros hijos con celo y para nada extraña a los que ni siquiera fueron capaces de protegerla.

Zozím acusó el golpe. No supo qué responder y Sethis aprovechó para exclamar a viva voz:

– Escuchemos de Kosey lo que tiene que decir.

El muchacho, hinchado como una esponja, comenzó con su discurso, que había estado preparando durante todo el camino:

– Hemos venido a Alejandría a hacerlos partícipe de la verdad –su voz era clara y firme y se dirigía a todo el grupo, que había ido creciendo a medida que se esparcía la noticia de la insólita llegada de los desertores– Hemos sido engañados. Los Patriarcas nos han llevado por un camino equivocado, siguiendo los deseos de un solo hombre, que sólo aspira para sí el poder y la gloria. El poder y la gloria serán nuestros y no de Malén Lozáh, quien quebrantó la Ley de Dios y ha pretendido ser el líder eterno de la Sociedad Solar, sin darle paso a los que, como nosotros –y señaló a sus compañeros– quisimos ser nuestros propios líderes. Basó esta sociedad en una mentira y, por lo tanto, la mano de Dios caerá sobre ella para poner orden.

Zozím Lem escuchaba con una mezcla de rabia y tristeza. Kosey estaba convencido de lo que decía. No cabía duda que Sethis había sido muy hábil y había hecho bien su trabajo. Había envenenado a los jóvenes poniéndolos en contra de la sociedad en que habían nacido. Sin poder resistirse, Zozím le habló al joven líder, quien además, era uno de sus descendientes:

– Baja de ese caballo. Pon los pies en tierra y habla como los hombres, frente a frente, cara a cara.

Kosey pareció desconcertado. Miró a Sethis como pidiendo ayuda y éste le hizo un gesto para que obedeciera. Se apeó de su montura y dio unos pasos hasta Zozím. Éste le llevaba más de una cabeza y, por un momento, pareció que toda la seguridad y aplomo del joven se venían abajo. Sin embargo, hizo un esfuerzo y trató de continuar, pero a ras del suelo y con semejante gigante al lado, no se sentía tan poderoso y gallardo como hacía unos minutos, montado sobre su brioso caballo.

Su voz sonó menos firme cuando expuso:

– Con Sethis, tenemos otra oportunidad. Dios nos la ha concedido para restablecer sus principios y crear la verdadera sociedad que Él diseñó y no la que Malén ha decidido fundar con sus propias ideas. Malén Lozáh es Hijo de Dios, ciertamente, y como tal, conocía los acontecimientos que tendrían lugar durante su ausencia. Aún así, la ha prolongado tanto como le ha sido posible. ¿No es ésa una muestra de lo poco que le importa Alejandría? ¿No debió quedarse con su pueblo y afrontar las duras pruebas que se presentarían? ¿Dónde está ahora? Cuarenta años han pasado y los alejandrinos no tienen idea de qué ha sucedido con su Patriarca. Los abandonó. Los dejó a su suerte. ¿Seguirán ustedes creyendo en él? Les prometió que regresaría y no lo ha hecho. Pero peor aún, les prometió una patria próspera y feliz… ¿y qué es hoy Alejandría? Sólo he estado aquí por breves momentos y ya he podido ver cómo ha decaído la sociedad. Hasta la Naturaleza se ha ensañado contra ustedes. ¿No es ésa una señal de que están actuando en contra de Dios?

Zozím desdeñó cada una sus palabras, sabiendo que eran obra de Sethis, que a fuerza de repetírselas a los jóvenes, los había convencido de su veracidad. Pero se alarmó al ver que la gente que se había aglomerado alrededor de ellos, no sólo habían prestado atención a Kosey, sino que parecían tomarlo en serio.

– ¿Creerán ustedes en la palabra de este hombre? –preguntó a la multitud al tiempo que señalaba a Sethis– ¿O es que piensan que este joven habla por sí mismo?

– ¡Hablo por mí mismo! –gritó Kosey– Yo he visto los verdaderos textos de la Ley, los que Malén Lozáh pretendió destruir. Sethis Hávigus es también Hijo de Dios. ¿Desterraría Dios a su propio hijo? Ha sido cosa de su Patriarca. Él le negó el derecho que le correspondía y manipuló los preceptos a su antojo. Ahora, Alejandría sufre las consecuencias de esa infamia. Está siendo castigada y el futuro que le espera es pavoroso. La mano de Dios caerá sobre esta ciudad y será destruida. ¿Quieren ustedes ser destruidos también? Escuchen lo que digo: ya no son inmortales, la muerte los acecha. Estoy viendo entre ustedes niños ciegos, enfermos, impedidos de una u otra forma. ¿No es ése un castigo de Dios? Con el tiempo, las calamidades serán mayores. Están a tiempo de salvarse. Nuestra ciudad está siendo levantada sobre las bases más sólidas: los verdaderos designios de Dios. Nuestra sociedad será la más poderosa y gloriosa que haya existido jamás.

La muchedumbre se removió inquieta. Todos eran instruidos y no fáciles de engañar. Pero tenían miedo. Sus conocimientos acerca de las leyes del Universo eran sólidos, pero por encima de ellos estaba la fe, en la que descansaba toda su educación. La creencia no sólo en Dios, sino en que el Patriarca actuaba por Su mandato, había sido la base de su sociedad. Ahora, la sucesión de eventos desafortunados había minado esa fe y esas creencias. La muerte, además, era algo de lo que el Patriarca jamás habló y, por lo tanto, no había leyes ni preceptos que seguir a ese respecto. Sencillamente, el Patriarca faltaba cuando los alejandrinos encaraban la más dura prueba.

Todas estas consideraciones planeaban en la mente de los allí reunidos y era obvio que ya muchos empezaban a creer en Kosey.

Los otros patriarcas habían llegado y escuchado también. Alejandro, Sarizán Zyruu y Zoyíz Sezane se habían abierto paso entre la gente. Tras ellos venían Quefí Zem, Teviz, Nastiawa Zovomóz, Zaguev Mováz y Rah-Rah.

Se reunieron con Zozím Lem y rodearon a Sethis Hávigus, que permanecía en su cabalgadura. Todos ellos conservaban señales físicas o emocionales causadas por él. En todos bullía la sangre, indignados ante su nueva aparición. Pero, igualmente, todos eran hijos de Malén Lozáh y Zaras Keláh, eran los sabios y guías de Alejandría, y comprendían que no podían dejarse llevar por la animadversión hacia el renegado y que de su actitud dependía la reacción del pueblo.

Alejandro comenzó a hablar, tomando las riendas de la situación:

– Ya has dicho lo tuyo, Kosey.  Te has dejado convencer por este hombre que traicionó a nuestro Patriarca, ultrajó a nuestra Señora y sembró el dolor en nuestro pueblo. Es por su causa que hemos perdido el don de la inmortalidad. Cuando vejó a nuestra Santa Señora, la Hija de Dios, la arrastró fuera de su patria y abusó de ella salvaje y cobardemente, nos condenó a todos. Algunos fuimos heridos por él y sus bestias. Nuestro hermano Rehíz Zoxi pereció, debido al ataque feroz de los animales que este hombre envió en su contra. Pero tú estabas en tu ciudad, alejado del horror y feliz de cumplir tu egoísta deseo. Cuando decidiste partir, todos nuestros sabios trataron de hacerte entrar en razón, pero no quisiste escucharlos. ¿Ahora pretendes que te escuchemos a ti? Y ustedes que desertaron también: se les previno y no hicieron caso. Pero nadie los detuvo. Hicieron su voluntad. Marcharon porque quisieron, porque eran libres y se les respetó ese derecho. ¿Pasaría igual en su ciudad? ¿Permitiría Sethis que regresaran si alguna vez se arrepintieran de su decisión? Mírense nada más. ¿Vienen armados hasta los dientes a hablar de salvación, de los preceptos de Dios? Ofenden con sus armas a este pueblo que siempre ha sido pacífico. En nuestra sociedad hemos sido educados para la paz y la convivencia, la tolerancia y la solidaridad. Respetamos al hombre como individuo. Creemos en la unidad de esos individuos para construir sociedades. Estamos convencidos de la paternidad de Dios y, en consecuencia, de la hermandad de todos los hombres. Reconocemos la libertad como un valor fundamental y lo ejercemos con responsabilidad, como corresponde a gentes de bien. Nuestras diferencias de pensamiento y nuestros puntos de encuentro son respetados por igual, tienen espacios para ser manifestados y enriquecen nuestra evolución como sociedad. ¿Cuáles son las bases de la suya? Una sociedad que nace pisoteando a otra no puede estar basada en la Ley de Dios. ¿De qué has hablado aquí hoy, Kosey? De castigo divino, de gloria y poder. ¿Has escuchado alguna vez la voz de Dios? Yo sí. Y esas palabras que tú has pronunciado, nunca provendrían de Él. Has mencionado a nuestros niños enfermos y los has señalado como un castigo de Dios. Todos y cada uno de esos niños son amados por nosotros como cualquier otro. Aquí no hacemos distinciones entre los hombres. Todos provenimos de la misma fuente. Esos niños son luces que alumbran el camino de la verdadera humanidad. Porque nos hacen más humanos. Sus impedimentos físicos nos enfrentan a nuestros impedimentos morales. Nuestros enfermos y discapacitados son tan ciudadanos como cualquier otro que esté sano y contribuyen, aunque les cueste más que a otros, con el engrandecimiento de la sociedad. ¿Sobre qué bases estás construyendo la tuya? Alejandría empezó con un solo hombre y una sola mujer. Ambos crearon una familia y a partir de allí, los que vinimos después, hicimos lo propio. Y mira donde estamos ahora. Gracias a eso estás tú aquí. ¿Cómo estás creando tú la tuya? ¿Tratando de convencer a las familias ya constituidas? ¿Infundiéndoles miedo para que te sigan, no porque crean en ti, sino para huir de ese supuesto “castigo divino”? ¿Has formado tú una familia? ¿Los que se fueron contigo ya han emprendido el trabajo de procrear y educar a sus hijos? Parece que no. Porque están ocupados construyendo una sociedad “poderosa”, “gloriosa”… ¿Y a quién respetan y admiran en tu sociedad? ¿Quién les sirve de ejemplo? ¿Este hombre que ha mancillado el honor de una santa? ¿Que los utiliza para que actúen en contra de su propio pueblo? ¿Son ésas las bases de tu sociedad? ¿El engaño, el oprobio, el escamoteo, la injuria y el terror? ¡Y ésa es la sociedad que dices que Dios diseñó!

Kosey se quedó sin palabras. Alejandro logró intimidarlo. Los alejandrinos también estaban mudos. Las palabras del Patriarca no parecían destinadas a descalificar a la sociedad de la que habló Kosey, sino a reafirmar los valores de Alejandría.

Eder Eguzki continuó:

– Si las bases de nuestra sociedad no fueran sólidas, ¿estaría este hombre, ejemplo de ruindad y vileza, en pleno centro de la ciudad alejandrina sin temor a ser atacado? Después de lo que ha hecho, tiene la desfachatez de venir aquí porque sabe que nadie le pondrá un dedo encima. Los alejandrinos no tomaremos venganza, porque eso sería responder a la barbarie con la barbarie. Todos sabemos quién es este hombre. ¿Irán ustedes, ciudadanos de Alejandría, a sumarse a sus filas, para luego atacar nuestra patria? ¿Se convertirán en bárbaros como él?

Sethis Hávigus comprendió que el discurso de Alejandro estaba haciendo decrecer el efecto que había causado Kosey, así que intervino:

– Impresionante, Alejandro –dijo con ironía– Digno hijo de tu padre. Usas las mismas artimañas que Malén Lozáh para engañar a tu pueblo.

A continuación agregó, dirigiéndose a la multitud:

– Si realmente son libres, tomen la decisión que les convenga. No hemos venido porque los necesitemos. Kosey, en un gesto que le enaltece, quiso compartir con ustedes la verdad y darles la oportunidad de salvarse. Yo, como Hijo de Dios, hecho con Su propia mano y a Su imagen y semejanza, tengo poder. Y les advierto: Alejandría está maldita. Dios se ha apartado de ustedes porque Malén Lozáh los condujo por el camino equivocado y se dejaron engañar. Los que vengan conmigo serán salvados. Los que se queden, entonces también serán malditos.

En ese momento, el cielo pareció estallar de repente. El rugido ensordecedor de un trueno cruzó la bóveda celeste, causando terror en los presentes. Aunque nada tenía que ver con el fenómeno, Sethis se comportó como si él hubiera sido el causante.

Muchos alejandrinos aguardaron la reacción de Alejandro, pero éste estaba absorto contemplando el cielo y las nubes negras que habían empezado a formarse.

Entonces, Sethis abrió la marcha hacia el norte, espoleando su caballo. Leuco, Nayi y Adael miraron a Kosey, quien, volviendo a su montura, exclamó a la muchedumbre:

– Es una señal. No tendrán otra oportunidad.

Cuando se volvió para emprender el regreso, algunos pobladores le llamaron y se unieron a él. Con cierta vacilación, avanzaron otros. En total, unas veinte familias decidieron dejar Alejandría.

Cuando, unas horas más tarde, los desertores, con carretas y mulas que llevaban sus pertenencias, atravesaban la ciudad con destino a Ara, se desató una torrencial lluvia que vino a renovar la sedienta tierra de Alejandría.

VI

De no haber sido por las circunstancias, los alejandrinos habrían celebrado la lluvia con entusiasmo, tras la larga sequía. Todos se habían quedado a la intemperie, dejándose mojar aliviados, pero al mismo tiempo, confusos.

Alejandro, con la cara levantada al cielo y recibiendo las gotas con placer, sonreía. Los demás le miraban extrañados.

– Hermanos –dijo entonces– Mi padre ha regresado.

El desconcierto fue aún mayor. Sarizán Zyruu preguntó:

– ¿Cómo lo sabes?

– Dios me lo había dicho: “No verás lluvia caer hasta que esté él a las puertas de Alejandría”. Está aquí, lo sé. Vayamos a recibirle.

Empezó a andar y Zaguev Mováz le retuvo:

– Pero, Alejandro –dijo, aturdida– ¿Los que se han ido…?

Eder Eguzki miró a la desconcertada muchedumbre y expresó sonriendo:

– No se preocupen. No se irán.

Capítulo V: De la Fe Perdida

 
     
 
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Marianella Alonzo Álvarez
Caracas-2006

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